Casi ninguna opinión es necesaria. Esta, obviamente, tampoco.

Pero la columna no se hace sola, hay que hacerla. Y a mí me encanta hablar -hablarles- toda vez que no puedo darles un abrazo, uno por uno, por el detalle que tienen leyendo estas letras de confinamiento.

Casi ninguna opinión es necesaria y, sin embargo, no hay día ni canal en que no escuchemos, como mínimo y en el mejor de los casos, una veintena de ellas.

Opiniones sobre la situación, sobre la cuestión palpitante, que diría la Pardo Bazán, sobre el estado de las cosas, sobre las cosas del Estado.

Opiniones que a veces son sensatas y que, cada vez con más frecuencia, porque todo tiende al agotamiento, son ruido que nada aporta más que confusión.

Opiniones de expertos en opinar y en ninguna otra cosa útil para el asunto que nos ocupa.

Se da el caso panegírico -como sentenciaba, de coña, mi añorado amigo Reguero para expresar cualquier paradoja de la vida- de que yo, en estos mismos instantes, estoy emitiendo una opinión que nadie me ha solicitado.

Me siento, pues, mientras les escribo, cual tertuliana venida arriba, cual Noah Harari enfervorecido diciendo perogrulladas como: "superaremos la pandemia, pero corremos el peligro de despertar a un mundo diferente". Pues, oiga, muchas gracias por la información, quién habría podido imaginar algo así, don Yuval, llamándolo como lo llaman "nueva normalidad".

Porque de la opinionitis, esa otra pandemia, nadie se salva.

Las redes sociales nos han hecho creer que nuestra opinión es relevante y que, sin ella, la vida y sus manifestaciones no serían lo mismo. Pues tengo dos noticias, una buena y una mala:

La mala es que no, que ni de coña es fundamental que emitamos nuestra opinión sobre todas las cosas que acontecen y las que están por acontecer. Y es por esto que ustedes pueden dejar de leer esta columna ahora o envolver puerros con ella sin que se altere el orden mundial.

La buena es que -afortunadamente- podemos seguir dándola hasta cuando nadie la pida, no nos vayamos a morir atragantados. Podemos darla aun cuando lo que estemos diciendo sea un soberano disparate, una aseveración absolutamente prescindible. Podemos, incluso, opinar una cosa y su contraria en la misma frase y defender ambas con la misma vehemencia.

Y, por eso, en esta desgracia que estamos sufriendo, no solo tenemos que lidiar con nuestra angustia, nuestros altibajos de humor, nuestras penas y nuestros miedos, sino que, además, nos enfrentamos a ser acribillados de manera inmisericorde por el opinionismo propio y ajeno, como lo están siendo ustedes en este momento por el mío, si es que han llegado hasta aquí.

Volviendo a Noah Harari -cuyo exceso de opiniones y sentencias lapidarias me descubrió el periodista y divulgador Miguel A. Delgado- y a otros tantos reputados gurús de todo lo cognoscible e incognoscible, observo, con sorpresa, que cuando son entrevistados, ya sea por narcisismo, ya por seguir en el candelero, no son capaces de admitir: "mire, no soy adivino, no tengo ni repajolera idea de qué va a suceder ni cómo, no sé nada de esta pandemia porque no se parece a ninguna otra, estoy como usted, pregúntele a alguien que sepa más aunque no haya escrito tantos bestsellers. Adiós y gracias".

Si lo hicieran, todo sería más fácil para ellos y para nosotros. Pero no.

Es mucha la tentación de sentar cátedra y decir obviedades, tanto, que un día nos vamos a sorprender leyendo o escuchando de boca de esta gente omnisciente:

"Como digo yo, las cosas que pasan aquí no pasan en ningún sitio". Y tan felices.