A medida que las semanas de confinamiento en nuestros hogares se suceden y se prolonga el aislamiento social, comprobando que la epidemia ha alcanzado unas dimensiones gigantescas que ni nos atrevíamos a imaginar cuando todo comenzó, crece también el desasosiego. Nuestro estado de ánimo pasa por etapas muy distintas, que percibimos con la misma claridad con la que distinguimos el paso del día a la noche.

En tan solo unas pocas semanas, nuestras vidas se ha transformado de una manera tan radical que ni siquiera queremos pensar en ello porque resistir se ha convertido en nuestra preocupación diaria. Sabemos del enorme dolor que esta pandemia está causando en las personas contagiadas, en los familiares de los fallecidos y enfermos, en todo ese ejército de profesionales que en los hospitales lucha para salvar vidas como nunca antes se había visto. Y aunque la vida social y económica se ha reducido a la mínima expresión, como cuando se mantiene un cuerpo con sus constantes vitales esenciales, percibimos la entrega de muchos otros trabajadores que, en diferentes tareas, se dedican esforzadamente a hacer posible que nuestra vida continúe en nuestras casas, espacios de protección y confinamiento, de seguridad y encierro al mismo tiempo.

De la misma forma que hemos incorporado a nuestras rutinas esas ruedas de prensa periódicas en las que, como si del parte de una guerra se tratara, se nos informa de las víctimas y del avance del enemigo por nuestro territorio, también hemos interiorizado términos y conceptos que manejamos con soltura, aunque algunos de ellos sean altamente especializados. Expresiones como confinamiento, contagio, desescalamiento, inmunidad, PCR, mascarillas, citoquinas, grupos de riesgo, EPI, asintomático, Ro o cuarentena forman parte ya de nuestras conversaciones, de la misma forma que las escuchamos de políticos y expertos. La ciencia no hace política, pero la política no se pueda hacer sin contar con la ciencia.

Sin embargo, algunos de estos nuevos conceptos de la era del coronavirus que en poco tiempo han calado en nuestras vidas tienen también un significado peligroso, como el filamento de un cristal roto. Uno de ellos es el de la repetida 'distancia social', que hemos aceptado obedientemente como medida necesaria para evitar la propagación del Covid-19, representando el reconocimiento del fracaso mundial a unas políticas sanitarias que han sido incapaces de prevenir, detener y proteger ante esta pandemia. Naturalmente que debemos tener la suficiente precaución sanitaria para que esta y otras enfermedades no se transmitan, pero tenemos que evitar aceptar de manera resignada que nuestra cercanía, nuestra calidez, nuestra afectividad tradicional vayan a desaparecer porque nos cambiaría como sociedad.

En las calles, ahora, miramos a los otros con recelo, cambiamos de acera cuando vemos que se aproxima otra persona, marcamos distancias insospechadas cuando tenemos que compartir espacio con otros. Los otros se han convertido en sospechosos y potenciales transmisores de peligrosos patógenos de los que tenemos que alejarnos. Nuestra proximidad social es una seña de identidad, una herramienta de empatía que nos fortalece como sociedad y nos da cohesión como pueblo, al ofrecernos la posibilidad de compartir las alegrías y hacer frente las adversidades.

No podemos levantar una distancia social permanente con las personas que queremos, con nuestros abuelos, con los que sufren, con los que nos preocupan, con aquellos que lo están pasando tan mal en estos momentos. Porque tras esa distancia social está también el riesgo a que aceptemos otras formas sociales autoritarias que, desgraciadamente, también empiezan a proliferar, como los «policías» de los balcones, empeñados en insultar a todo aquel que va por la calle, o las brigadas vecinales de expulsión de médicos y trabajadores por miedo al contagio.

Los miedos son como los virus, que cuando comienzan a extenderse es difícil frenarlos y pueden llegar a paralizarnos. Y tenemos que reconocer que la extensión de una pandemia como el Covid-19, su impacto en nuestra salud y nuestro confinamiento en casa, junto a toda la cadena de incertidumbres en las que nos hemos adentrado todos los países, no hacen sino favorecer esos miedos.

Porque motivos tenemos para acumular tantos temores: miedo a enfermar, miedo por los nuestros, miedo a saber si aguantaremos tanto aislamiento, miedo a no poder contener nuestras angustias, miedo a que algún familiar esté gravemente afectado y no podamos, siquiera, acompañarlo, miedo a que nuestra emoción y nuestras lágrimas se desborden, miedo a no haber podido dar todos esos abrazos y besos pendientes, miedo a la inseguridad del mañana, miedo a que el desencuentro político paralice las respuestas, miedo a tantos intoxicadores, miedo a quienes solo tienen certezas, miedo a una extrema derecha destructora, miedo por fallar a los profesionales sanitarios cuando todo esto acabe, miedo por volver a olvidarnos de mejorar y reforzar nuestros servicios públicos, miedo a perder energías en luchas y enfrentamientos políticos estériles, miedo a que nuestros dirigentes públicos no estén a la altura de un momento tan histórico, miedo a la gigantesca crisis que se avecina, miedo a que avancen las respuestas autoritarias y, también, miedo a que toda esta explosión de solidaridad se deshaga como una pompa de jabón.

En definitiva, nos asusta que lo que vivimos sea la antesala de un mundo mucho más despiadado.