Opinión

Luis Febles

Aniano Vivar

En mi calle vive un señor que tiene nombre de tubérculo. Se llama Aniano Vivar y dice que desciende de un linaje real de Flandes que se votó por sufragio censitario en el siglo XVIII. Utiliza un reloj de bolsillo de cuarzo al estilo de Sherlock Holmes y un desfasado monóculo de doble ojo a lo Hércules Poirot. El New York Times vaticinó en 2014 el regreso del monóculo, del cual llegó a decir que sería igual que la vuelta de las camisas de cuadros de mano de los hipsters. Es el señor Scrooge de la obra dickensiana Cuento de Navidad, pero adaptado a la modernidad propia de Vázquez Montalbán. Es un hombre de apariencia inflexible y cascarrabias, al que le cuesta trabajo asimilar los cambios que se producen a su alrededor y bufa al paso de los buenos días. Sin embargo, la ciencia parece haber confirmado que, a medida que pasan los años, el humano es menos social y más crítico.

Otros estudios hablan del llamado "síndrome del hombre irritable", que ocurre cuando los niveles de testosterona decaen y la irritabilidad sube. Es verdad que casi siempre tendemos a juzgar a las personas por su apariencia, y no esperamos a conocerlas, pero en este caso era un tonto de libro. Y es que, la apreciación externa que hacemos sobre una persona, no siempre es la correcta. Así empecé a conocer la extraordinaria historia del viejo Aniano. "Oye, es un milagro, nos acaban de ceder gratis el local de la calle Pérez Cáceres. No vamos a tener que pagar el alquiler y la ONG podrá seguir con su actividad; todavía no sabemos quién nos ha hecho la donación". Hacía tiempo que no me pasaba a ver mi tío Rogelio, un playboy rústico que a sus 75 años pasaba los días en el centro de mayores esperando sentar la cabeza con una silla vacía para el amor de su vida. "Hola, sobrino, pues aquí estamos, disfrutando del día y esperando a que venga el uruguayo a leernos las novelas de Julio Verne que tanto nos gustan, que al igual nos toca también un dulce de leche de esos tan ricos que hace", me comentaba con su socarronería de siempre. Antes de llegar a casa, el camión del banco de alimentos impedía mi entrada al garaje. Mi sorpresa fue ver entre las puertas la sonrisa de Aniano ayudando como podía a introducir infinidad de bolsas en la furgoneta. ¿Sonriendo?, "sí". Como si se tratara de una cita prevista, como si alguien quisiera que nos encontráramos, tuve la oportunidad de conocer la historia de Aniano, aquel hombre extraño y gruñón que espantaba a los niños al son del ruido de su bastón. Aniano Vivar, un chef de reconocido prestigio en Uruguay, fundó Sembradores de Esperanza, un movimiento social que entregaba platos preparados a los más necesitados de Montevideo.

En realidad, no luchaba contra el hambre, sino contra la soledad, la tristeza y la desesperación de muchos. Decenas de "sintecho" hacían fila cada día para comer gratuitamente en el puesto de comidas de un buen restaurante que tenía en la calle Libertad. "No es caridad, es justicia", se podía leer a la entrada de su local. Aterrizó en Tenerife por amor y aquí decidió pasar el resto de su vida. Pregunté por su actitud, por su apariencia de malhumor continuo. Ella me enseñó una foto y lo entendí todo, no hubo necesidad de continuar con la conversación. Me dijo que antes era un hombre maravilloso y, que, a pesar de todo, seguía ayudando a los demás y dedicando su vida a la ayuda social. Nunca quiso desprenderse de ese antiguo reloj de acero inolvidable. Ella se lo regaló antes de que ocurriera todo.

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