El plan de desconfinamiento del Gobierno español es como una película de Bertolucci: empieza francamente bien, con un planteamiento de guión eficaz y verosímil, una gran imagen incandescente, y a medida que avanza se fragiliza, se desmorona, se vacía. No sé por qué no hay que decirlo: después de los primeros quince días lo que hay es una propuesta de píos deseos dirigida a los hombres y mujeres con buena voluntad, pero sin mascarillas. Necesitamos un plan de salida -de vuelta a una normalidad que ya no será enteramente nuestra- como se necesita, dicen, de una ilusión en la vida para salir de la cama cada mañana. Es una fantasía más o menos organizada y, como en todas las fantasías, se cuelan imágenes incongruentes, por ejemplo, la apertura de un hotel bajo la prohibición de utilizar espacios comunes, es decir, nada de piscinas, nada de solárium, nada de restaurantes y comedores, nada de buffet de desayuno, nada de jardines. Trasladarse de Calahorra a Adeje para quedarse mirando la tele en tu habitación. O el bacilón del tercio de las terrazas, como si algún local pudiera sobrevivir con un 30% de clientela. Son consuelos, placebos verbales, mentirijillas para tranquilizarnos porque todo va a salir bien. Es como lo del presidente Ángel Víctor Torres poco menos que anunciando que empezarán a llegar turistas el 1 de julio, cada uno, cabe suponer, con un respirador mecánico bajo el sobaco. Una suave y prometedora chifladura, no tan alocada y bullanguera como el plan canario (la lambada del par/impar que el doctor Serra nos enseñaría a bailar por la tele) pero, a partir de la segunda quincena, igualmente falaz. Avanzaremos lentamente, si no a ciegas, con los ojos entrecerrados por la insuficiencia de datos clínicos, retrocediendo de vez en cuando, posponiendo decisiones, apretando los dientes cuando la curva detenga su bajada, y vuelta a empezar. ¿Por qué las mascarillas son consideradas por el Gobierno como "altamente recomendables", pero no de uso obligatorio? Pues porque no hay suficientes para todos y eso las convierte, orwelianamente, en muy recomendables, pero sin llegar a ser necesarias.

El plan puede ser la puntilla al Gobierno de coalición entre el PSOE y Unidas Podemos. Precipitará las cosas, simplemente, porque no hay Gobierno que sobreviva con más de un 35% de la población desempleada, decenas y decenas de miles de Ertes que no se han podido tramitar pero que habrá que pagar, con un déficit público estratosférico y sometiéndose a las durísimas condiciones que imponga la Unión Europea para conseguir (con suerte) 100.000 millones de euros y sobrevivir hasta la primavera del próximo año. Ningún gobierno lo soporta. Y sin embargo Sánchez y sus socios de UP insisten, por ejemplo, en prolongar el estado de alarma, cuando disponen de un amplio repertorio de leyes orgánicas y ordinarias que les permitirían gestionar la situación sin mayores apuros. Ni el PNV ni ERC están dispuestos a eternizar la situación de alarma, un estado de alarma que se asemejaba en ciertas actitudes a un estado de excepción, y no por un razonamiento científico o médico, sino porque reclamar el ejercicio competencias de sus respectivas comunidades autonómicas les es irrenunciable para contentar a sus parroquias electorales. Sánchez se ha metido, él solito, en una situación sumamente complicada: sus socios nacionalistas quieren gestionar su propia pandemia con chapela o butifarra. Y no es solo una cuestión operativa o instrumental. Lo tiene (lo tenemos) crudo.