Como me lo imagino a usted absolutamente pegado a las noticias que vienen de Madrid con el noble propósito de que, al igual que a ciertos cazadores se les permite, pese al confinamiento, salir a matar conejos, jabalíes y otros inocentes animales, se me permita a mí visitar a mi familia, le envío un enorme ¡ánimo! porque la tarea de convencerles está resultando ardua. Y no estamos, lo que se dice, muy alegres con ustedes. Lo habrá comprobado por las noticias de hoy: una subida de la confianza de los ciudadanos hacia sus especialistas en salud pública pero una gran bajada hacia el Ejecutivo. Y ello seguramente causado, entre otros, por ser el país europeo donde las medidas de encierro han sido las más duras convirtiendo la convivencia en cierta paranoia. Admito que la gravedad de la pandemia (y sus futuras consecuencias) requiere unos hábitos adecuados por lo poco que se sabe de ella pero me duele en el sentido común algunas formas de actuación desde aquél fatídico pistoletazo de salida de 14 de marzo. Las paredes de algunos hogares conforman ahora un irreal mundo que me produce más temor que el virus chino porque presiento sus dañinas consecuencias como igual de letales. Los extremismos nunca han sido saludables.

Hoy he pasado, en pleno centro de la ciudad, por uno de esos controles que antiguamente existían para apresar a delincuentes y que ahora parece que se montan con el fin de que, si no existe motivo de sanción poder, al menos, sermonearte (por mi bien, como repitió el amable agente varias veces) sobre la importancia, por edad, del confinamiento estricto. Aunque ese Decreto (que, por lo vivido, parece que soy la única que lo ha leído) permita el desplazamiento que yo efectuaba.

Como soy una cobarde y agacho la cabeza ante cualquier uniforme, ¡si hasta los confundo! pues ni intenté alegar que la edad no depende de la cronología sino de la biológica y que aún estoy en activo laboral y que puedo subir de una sentada los nueve pisos de mi edificio a un ritmo que dudo que todos ellos alcancen. Y digo "ellos" porque eran varios los uniformados que circundaban a la presunta transgresora (yo). Y lo más patético fue que, mientras duraba esa ejemplarizante amonestación, mi subconsciente insistió en retroceder hasta los años del franquismo y revivir el día en que el cura de la obligatoria asignatura de religión me pilló leyendo un libro "no apto para mi edad" y mi doliente reacción a su amonestación tan similar a la de ahora: ¡agachar la cabeza y susurrar "no lo haré más"!.

Y eso Señor Presidente, el retorno a la niñez fue un instante de gozo porque aquello se llamaba autocracia y lo de ahora es una democracia plena y me alegré de haber pasado por ambas para poder cotejar sus diferencias y, por desgracia, algunas similitudes que, en el ministerio correspondiente achacan a la necesidad de castigar a los "insolidarios". He leído que llevan casi un millón de sanciones aunque ( El País 26.4) "no todas tengan que acabar en multa ya que hay controversias con los juristas sobre su legalidad y habrá que revisarlas e imponerlas". Resumiendo: el totum revolutum habitual que nos hace percibir a muchos desconfiados que estas normas obligatorias y contrarias a la libertad ante la más grave crisis de salud a la que el mundo se ha enfrentado, es un aparentar cierto conocimiento que es solo parapsicológico.