Conocí a Elvira Lindo cuando ella era una muchacha de pelo rojo. Tengo tan presente ese detalle, que obviamente no duró toda su vida, porque aquel día en que la vi por primera vez ella iba en la parte de atrás de un taxi al principio de una historia de amor que ha sido decisiva en su vida y que también aparece en este libro último que ha escrito, A corazón abierto (Seix Barral). Ella había ido al aeropuerto a recoger a Antonio Muñoz Molina, que luego sería su marido, su amor, personaje de textos suyos y persona que a ella le ha dado amor y alegría y a nosotros nos ha dado maravillosos libros con los que hemos sido, como lectores, mejores seres humanos, y, con sus artículos, más serenos y más cultos y más comprometidos con lo que queda en el alma, y en las venas, de su modo de ver el mundo. Pues aquella Elvira Lindo del pelo rojo escribía guiones para la radio en aquel entonces, y después resultó ser la autora (para mi secreta, hasta que lo descubrí) de Manolito Gafotas, legendario personaje de las ondas a la que ella le dio voz y literatura.

Cuando ya conocí mejor a Elvira Lindo, la chica que iba en el taxi de delante, me sorprendió ante todo su modo de mirar; mejor, su modo de ver. Con sus ojos que se comunican con su boca, como si estuviera diciendo palabras que aun no emite pero que se están trabajando en ambos órganos de expresión, esta mujer interroga o afirma, hacia adentro y hacia fuera, como si quisiera saber más e, incluso, explica que ya lo sabe casi todo de lo que tienes que decir. En una versión apocopada, impresionante, de este A corazón abierto que apareció en librerías antes del presente confinamiento, esa Elvira de tantas maneras de mirar (y de ver) explicó esos movimientos telúricos, y sentimentales, de su cara. Fue en el texto dramático que escribió sobre su padre, Manuel, y que fue una impresionante obra de teatro. Ahí, en el escenario, como si estuviera acompañada por la otra Elvira que la habita, la Elvira niña de A corazón abierto, habla consigo misma y rescata del padre rasgos que ahora se agrandan o se agrietan en una novela que parece una vena abierta hacia su propio corazón. Su madre, que ahí era la sombra del futuro, es aquí, en esta novela, el resplandor y también la sombra de su niñez, y luego la sombra prolongada de las preguntas que la vida adulta le han ido poniendo en el espejo en el que se mira para escribir A corazón abierto. La niña agarrada a una argolla, temiendo que el viento huracanado se la lleve por el aire, salvada al fin por su padre como si éste fuera capaz de comunicarse con ella en secreto.

En la obra de teatro Elvira Lindo explicaba la aventura madrileña y casi espacial de su padre cuando su madre lo mandó a viajar y él se hizo un hombre a la intemperie. Marcado su rostro por la evocación de tan importante biografía, en esa expresión pública de sus sentimientos, aquellos ojos y esa voz y esa boca anunciaron, de alguna manera, la esencia que le da sentido y sensibilidad a este A corazón abierto. Ahí cantó canciones que hay en este libro, rememoró con una memoria que combina herida con alegría el ámbito en que desarrolló Manuel su personalidad de adolescente y luego de marido y de padre, y mostró que ese tiempo que la precede es también parte de la personalidad que ella misma ha desarrollado.

En A corazón abiertas todas esas preguntas se dicen, y están también sus respuestas, una niña y a la vez una mujer encontrándose, antes y después de los dramas vividos, al final del eslabón familiar pero dándole forma, desde la más temprana edad de una niña, como si fuera la omnisciente mujer de la casa. Ellos, dice, la hicieron adulta a los diez años. Ese eslabón preciso de su vida, de la que parte la Elvira de hoy, es una límpida, emocionante, declaración que el libro prolonga, muchas veces con humor, a veces con desconcierto, como si le hubieran arrancado más de una vez el alma de niña y de adolescente. Esas líneas del poema en el que ella resume su historia con ellos ("Mis padres me/ hicieron adulta/ a los diez años") se quedan clavadas como si fueran a la vez la escritura y la mirada, la esencia misma de un abismo y de una certeza.

Esas preguntas que van con Elvira Lindo nacieron, pues, en la casa y en la escuela, cuando no tenía más allá de cinco años, y todas las cosas que ocurrían, dentro y fuera de casa, en medio del viento de la meseta y junto al mar de Mallorca, le impelían a hacer preguntas que se quedaban en el pensamiento y no pasaban de la garganta. Esa chica que se interroga halló entonces, fuera de casa, respuesta en las pacientes vecinas mayores, en las amigas del barrio, mientras que en la casa iban creciendo, en silencio, sus preguntas. Cuando ya las preguntas llegaron a la frontera de la adolescencia se convirtieron en su cuarto propio, en el escenario privado en el que los padres no la vieron crecer y ser, a los diez años, la adulta que ya sería por su cuenta.

Esa niña adulta creció en esa mirada que luego, hasta ahora, cuando tiene 54 años y escribe esta hermosa declaración de amor a la vida, y a las vidas truncadas, se hace, en público, en sus artículos, en sus libros, en las conversaciones que tiene por la radio, se sigue haciendo como cuando se las hacía solo con los ojos, ayudada por una boca que no ha dejado de emitir, en silencio, los versos de sus susurros. Elvira Lindo, su voz, su corazón y su mirada. Ahí están, en A corazón abierto.