Hay personas que no usan corbata y personas que han nacido sin corbata aunque la lleven, como José María Calleja. Le dominaba el ímpetu de un progresismo antinacionalista, que le obligó a vivir con escolta. Pensaba por sí mismo, fui asiduo participante en su programa El debate de CNN+, en los tiempos en que la televisión se grababa en los estudios y no a domicilio. El presentador aprovechaba mi viaje semanal a Madrid para convocarme en un mano a mano contra los antagonistas más diversos. Un tema general, ni la más mínima consigna, ya te apañarás.

Calleja practicaba la regla fundamental del periodismo, no aburrir. En aquellos años de Zapatero, me sorprendía su obsesión con Bárcenas, en quien me negaba a ver algo más que "un simple senador del PP". Por supuesto, el director de El debate sería reivindicado por la historia. El periodista ahora fallecido era una buena persona que intentaba suplir ese defecto con la energía escénica. En el plató dejaba que te confiaras y, en cuanto bajabas la guardia con una propuesta temeraria, te taladraba a preguntas para colocarte al borde del abismo. Calleja como torturador, exprimiendo la mejor televisión posible. Me quedo con el encontronazo con Rubén?Sosa, en el que disputamos si había más corrupción en Balears o Canarias. Mi tesis era ganadora de antemano.

La intensidad de Calleja, su dedicación visceral al periodismo. Pese a haber trabajado en la intimidad delante de las cámaras, a menudo me costaba identificar su voz en la radio. Sin embargo, en los últimos años se ha cumplido una verdad inexorable. Cada vez que me he preguntado quién diablos es este comentarista que da en el clavo sin afiliación, se trataba del leonés. Su trabajo reivindica la alanceada figura del tertuliano, del perpetuo amateur que pone su fe sin pretensiones en cada noticia, y que se atreve a proclamar que el experto está desnudo.