El 22 de abril de 1970, por iniciativa de Gaylord Nelson -senador demócrata por Wisconsin- se estableció El Día de la Tierra con objeto de concienciarnos sobre el impacto de los seres humanos sobre el planeta. La actividad industrial, los vehículos aéreos y terrestres, el consumo desmesurado de energía eléctrica y la brutal producción de basura plástica están alterando las condiciones ambientales, lo que se refleja en la contaminación de sus espacios y, como consecuencia, en la destrucción de la Naturaleza. Que este 22 de abril haya coincidido con muchos seres humanos encerrados en sus casas como resultado de una pandemia es una oportunidad para la reflexión. No es casual que sea la visión más acendradamente neoliberal -también la más necia- la que especialmente insista en prevenirnos sobre el desastre económico, sin reconocer su papel en crear las condiciones para que eso ocurra, ni permitirse un atisbo de actitud correctiva. La paradoja es que el efecto de la expansión viral, vaciando las calles y los campos de contaminadores haya resultado más rápida y efectiva sobre el estado del medio ambiente que las llamadas a la concordia. El Covid-19 ha sido capaz de reducir las emisiones nocivas más efectivamente que las tímidas políticas globales de las dos últimas décadas. No es extraño, tampoco, que sean las posiciones políticas que se resisten a reconocer la gravedad de la situación climática las mismas que siguen anteponiendo el desarrollo económico al mantenimiento de la salud, entre otros motivos porque ambas amenazas están estrechamente relacionadas. En realidad, la salud de la Humanidad y la del planeta son la misma cosa, forman parte del mismo fenómeno y no es posible atender a una sin considerar a la otra. Es la Naturaleza, imbéciles, y la Naturaleza no puede depender del beneficio económico de unos pocos. Cuando en los ochenta la discusión de las administraciones se estableció en torno a la confrontación entre el coste-beneficio económico y la puesta en marcha de medidas preventivas para mantener el bienestar del medio ambiente, el primer miembro de la ecuación se puso por delante del segundo. Ahora nos encontramos ante el mismo dilema, y los debates políticos muestran que el discurso de los negacionistas de entonces es el mismo de los de ahora. No hay mucha diferencia entre la posición de Trump, Johnson o Bolsonaro, y el terror a la ciencia de Casado o los consejos del primo de Rajoy. Todo forma parte de un mismo error -como ha subrayado Jane Goodall-, y es "la falta de respeto de la especie humana a la Naturaleza y los animales" la que está modificando el medio ambiente, creando las condiciones para que los virus salten fácilmente de una especie a otra. La respuesta tiene que aceptar que el consumismo y el desarrollo económico no pueden anteponerse a la salud del planeta, lo que incluye sus animales, sus bosques, sus cielos y sus mares, porque eso solo puede acelerar el final de la historia, y no se evita con banderas ni corbatas negras.