Hasta donde alcanza mi memoria, siempre he sentido una especial predilección por los niños y los ancianos. Tanto unos como otros me han transmitido enseñanzas impagables y de indiscutible utilidad para caminar por la vida con rumbo firme. Sin embargo, nuestra egoísta civilización occidental se caracteriza -a diferencia de lo que sucede en la oriental- por el maltrato sistemático que inflige a sus miembros más veteranos. Es bien sabido que en este "Primer Mundo" supuestamente desarrollado, la juventud y la belleza son unos ídolos de barro muy venerados, y que hacerse viejo constituye el pasaporte perfecto para la invisibilidad. De nada sirven ni la experiencia acumulada, ni el tiempo libre aprovechable que conlleva la jubilación, ni el afán por colaborar en las causas más diversas, máxime cuando las personas de más de sesenta y cinco años en nada se parecen a sus coetáneas de hace apenas medio siglo.

El hecho es que, a lo largo de todos estos años de precaria situación económica, hemos estado asistiendo a nuevas y cada vez peores estadísticas. Ni los presagios más funestos pudieron augurar las cifras reales de aquel descalabro que se inició en 2008 y que todavía sigue coleando, a punto (por desgracia) de ser sustituido por otra dramática coyuntura. A excepción de las grandes fortunas -que siempre aprovechan estos escenarios de recesión para continuar aumentando sus ya de por sí abultados patrimonios-, la maldita crisis nos ha estado engullendo durante una década en mayor o menor medida al conjunto de la ciudadanía, extendiendo su negra sombra sobre cada sector de la sociedad, desde los recién nacidos hasta quienes afrontaban su recta final.

La cruda realidad es que, en épocas de bonanza, nos habíamos acostumbrado a prescindir de aquellos millones de conciudadanos que, amén de ser nuestros padres y abuelos, habían propiciado que sus descendientes viviéramos magníficamente gracias a su pasado de esfuerzo y privaciones. Mientras tanto, y como signo inequívoco de ingratitud colectiva, un porcentaje muy considerable de ellos desperdiciaba sus últimas primaveras dando de comer a las palomas y observando las evoluciones de los obreros en lo alto del andamio, ignorantes aún del pinchazo de la siniestra burbuja inmobiliaria que se avecinaba.

Sin embargo la vida, a menudo con retraso pero siempre con intereses de demora, goza de la sana costumbre de cobrarse sus deudas y, cuando el denominado Estado del Bienestar comenzó a resquebrajarse, los afectados nos apresuramos a entornar los ojos en busca de ayuda. Paradójicamente, quienes antes nos resultaban improductivos y hasta molestos, aquellos que, a buen seguro, acabarían sus días en un geriátrico por no encajar en nuestro frenético ritmo de trabajo ni en nuestros planes de ocio vacacional, fueron los que nos lanzaron unos chalecos salvavidas en forma de cariño incondicional y pensión de jubilación. Muchos de ellos llevaban ya lustros haciéndose cargo de los nietos para que sus hijos pudieran aspirar a esa utópica conciliación familiar y laboral que, al menos para las mujeres, ha resultado ser una estafa de proporciones descomunales. Además, por obra y gracia de la corrupción financiera y política, también se vieron obligados a multiplicar el contenido del carro de la compra, amparados en el famoso refrán que reza "donde comen dos, comen tres".

Pues bien, esos mismos hombres y mujeres son los que llevan semanas muriendo en soledad a causa de esta cruel pandemia de coronavirus, ya sea en sus domicilios, en residencias de ancianos o en centros hospitalarios. Cada nueva cifra de fallecidos obra como un aldabonazo sobre mi corazón y me insta a expresarles a diario mi duelo, mi luto y mi reconocimiento sin medida. Creo que se impone un agradecimiento sincero y sin paliativos a tantas miles de víctimas inocentes cuya generosidad incuestionable debería ser nuestro espejo de cara al futuro. Su abnegada contribución social nos compele, ahora más que nunca, a no olvidarles jamás y a otorgarles el lugar de honor que en justicia les corresponde. Descansen en paz.

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