"Ahora estamos aquí para ser el recuerdo de nuestros hijos". Esta sentencia, tan taxativa y desconcertante, la proclama el personaje de Matthew McConaughey en la película Interstellar. Comentaba con su mujer cómo la vida adquiere otro sentido tras la llegada de los hijos. No es nuevo. Cicerón, que tenía mucha facilidad de palabra, ya lo había dejado escrito hace mucho tiempo: "La vida de los muertos es la memoria de los vivos". Todos nos preguntamos para qué estamos aquí y esta es una buena razón. No hay más que pensar en cómo nuestros propios padres han pasado de ocupar un lugar en nuestra vida para ocupar otro en nuestra memoria. En estas últimas semanas, han sido muchos los padres y abuelos que se han convertido súbitamente en recuerdo. Entre las noticias y los mensajes de las redes, abundan los lamentos por las pérdidas, las ausencias y los adioses sin despedida. Se nos van los viejos y con ellos las referencias: eran los únicos que nos podían decir de dónde venimos. Las tremendas vivencias de esta crisis serán mañana -igual que lo seremos nosotros- el recuerdo de nuestros hijos. ¿Qué pensarán de nosotros? Nos juzgarán, de eso no hay duda. Se preguntarán por qué no lo vimos venir, por qué precisamente nuestro país tuvo una de las mayores tasas de mortalidad del mundo, por qué nos peleábamos mientras se amontonaban los muertos, por qué no quisimos saber la situación de las residencias de ancianos... Razones no les faltarán. Y nos juzgarán no como nosotros juzgamos a nuestros padres. Al fin y al cabo, ellos, con sus errores y sus sacrificios, nos dejaron un mundo infinitamente mejor que el suyo. Nuestros hijos nos juzgarán desde la perspectiva -parece que hay menos duda- de que su mundo será peor que el que tuvimos nosotros. Los llamados nuevos optimistas -Pinker, Rosling y compañía- se han quedado antiguos. No lo digo yo, este mismo domingo lo decía el economista José García-Montalvo: "Es casi seguro que esta generación de jóvenes no tendrá el nivel de renta en términos reales, la capacidad económica, que alcanzaron sus padres". En Interstellar (Christopher Nolan, 2014) un ingeniero reconvertido en agricultor se embarca en una aventura prometeica -es ciencia ficción- para, a cambio de su propia vida, salvar el mundo en el que vivirán sus hijos. Toda una me - táfora. Nuestro mundo actual, el que van a heredar nuestros hijos, no está condenado a la desaparición como el de la película. Pero sí que está amenazada la vida tal y como la entendemos hoy, o, mejor dicho, tal y como la entendíamos antes del virus. Porque se hablará de un antes y un después del virus como nuestros padres hablaban de un antes y un después de la guerra. Todos los niños tienen unas primeras palabras. "La reválida, Nicomedes y Enrique el albañil", así en retahíla, fueron las mías, según me recordaron. La reválida era la temida y decisiva prueba que tenía que superar mi hermano tras el Bachiller Elemental. Nicomedes era el profesor de la academia libre (así se llamaban entonces) que preparaba a mi hermano para la prueba que decidiría su vida. Y Enrique el albañil era el constructor que remataba la vivienda familiar con nosotros dentro. En casa no se hablaba de otra cosa. Ahora en casa las palabras que suenan son crisis, déficit, desempleo, PIB, UVI, asintomático, pangolín, infectados, geriátricos, desescalada... términos llenos de dramatismo e incertidumbre. Y, la verdad, suenan mucho mejor la reválida, Nicomedes y Enrique el albañil. Eran voces "cargadas de futuro", como la poesía de Gabriel Celaya.