Me gustaría "dejar el pesimismo para tiempos mejores", como recomendaba Eduardo Galeano, pero resulta difícil conseguirlo cuando se analizan, como pretendo en estas páginas, los previsibles impactos del coronavirus en la economía, las respuestas de las políticas económicas y las incertidumbres ante los cambios que nos esperan.

Para aproximarse a su impacto, hay que partir de que esta no es, desde luego, una crisis convencional. Los efectos de la pandemia y del confinamiento han provocado simultáneamente un shock de oferta y de demanda, que confiemos que no acabe derivando también en una crisis financiera y de deuda, y afectado a todos los ámbitos de la economía: a la utilización de los factores productivos, los niveles de consumo, la confianza y la inversión, a las exportaciones y al endeudamiento y los impagos.

Estamos, pues, ante una crisis de alcance desconocido y que puede resultar devastadora, como se empieza a vislumbrar en las previsiones de evolución de todos los indicadores macroeconómicos. El PIB español podría caer en una cifra que bordea los dos dígitos, con el peor registro en casi cien años, exceptuando el período de la Guerra Civil, y el déficit, la deuda y el desempleo sufrirán igualmente un grave traspiés, como acaba de señalar el FMI. El único dato favorable sería el del precio del petróleo, al aliviar la factura de nuestro abastecimiento energético externo.

Aún más allá de esas estimaciones, la economía española cuenta con especificidades que pueden acentuar ese impacto negativo y lastrar la recuperación, por su dependencia del turismo, los niveles de productividad y competitividad, las altas tasas de temporalidad en el empleo o nuestro grado apertura a la exportación, que ejerció de elemento compensador en otros momentos de caída de actividad.

En consecuencia, el escenario para "cuando esto pase", será cuando menos enormemente complicado, presentará fuertes desequilibrios que requerirán ajustes y estará abocado a unas inciertas expectativas de crecimiento, sin que sea descartable que vuelvan a producirse nuevos parones o confinamientos parciales y que, en todo caso, se vea periódicamente condicionada la actividad económica y la vida social. Y este nuevo escenario quizá consiga hacernos salir de la ensoñación de que el crecimiento económico estaba asegurado y se podía mantener indefinidamente y nos enseñe que el progreso y el bienestar también pueden ser reversibles.

La situación provocada por la pandemia requería urgentes medidas excepcionales y, pese a las dudas, errores e improvisaciones, hay que convenir que la respuesta de las políticas económicas ha sido más ambiciosa, enérgica y rápida que en la crisis de 2008 y, rompiendo por completo con la ortodoxia vigente, nos han llevado a expansiones fiscales hasta hace poco impensables, del orden del 15% o más del PIB. El conjunto de medidas adoptadas merece una valoración global favorable, aunque creo que en esta ocasión no bastarán los instrumentos convencionales y hará falta mucha originalidad, e innovación, porque éstos son "momentos de pensar en lo impensable", como ha dicho Macron.

Aun así, hay aspectos de esas políticas que merecen un comentario. Por un lado, acerca de su propia efectividad, ya que en bastantes casos no han conseguido ser aplicadas con una agilidad, facilidad y eficacia que resultan vitales ante la gravedad de las circunstancias. Por otro lado, acerca del carácter de unas medidas indispensables para "aplanar la curva de la recesión económica", aunque insuficientes para recuperar una economía que podría salir de la UCI y sobrevivir, pero mantenerse en una especie de cuarentena prolongada. Y finalmente, acerca de su orientación, ya que alentar el consumo y proporcionar coberturas era indispensable, pero evitar el deterioro de la producción resulta imprescindible, porque de esta crisis no se sale si el tejido empresarial no está en las condiciones adecuadas para volver a arrancar.

Con lo que nos encontraremos después, "cuando esto pase", será inevitablemente con una deuda pavorosa que puede condicionar seriamente las posibilidades de crecimiento económico en los próximos años. Ya sé que la emergencia sanitaria requiere todo el gasto y el endeudamiento que sea necesario. Comparto plenamente, además, que "nadie debe quedar atrás" en esta crisis, aunque creo que tampoco nadie debería dejar de "mirar adelante". Por eso me pongo en guardia ante la "banalización de algunas palabras" que merecen mayor respeto, (solidaridad, pactos, mutualizaciones) y ante posiciones que, en vez de plantear el modo de asumir responsable y colectivamente la factura, parecen lanzarla con frivolidad al futuro de otras generaciones, o que pretenden sin más trasladarla a instancias externas, con esa concepción que tienen los populismos de la solidaridad a costa de terceros: "blindaje de los derechos y mutualización de las obligaciones". Claro que, por contraste, hay otras propuestas solventes para una mutualización europea dirigida específicamente a un potente plan de inversiones para la recuperación, como la realizada por Luis Garicano.

Si, como espero y deseo, logramos superar con éxito los efectos del derrumbe, hay que prepararse para los cambios que vienen tras una crisis que no nos devolverá a un escenario de normalidad sino a una nueva era que nos aboca a profundas transformaciones, a las que breve y tentativamente quisiera hacer alguna referencia. Algunas de ellas las la empezamos a percibir ya en nuestro propio confinamiento, en los cambios de pautas y comportamientos en cuestiones como las compras on line, el aumento de los servicios a domicilio o la emergencia de canales alternativos de consumo o de acceso al ocio o la cultura. Hemos comenzado a familiarizarnos, asimismo, con unos sistemas de teletrabajo que en el futuro se generalizarán, alterando profundamente los modos de organización de la actividad económica y empresarial y del empleo. Es previsible, también, un cambio en las pautas de producción, con cadenas de suministro y de consumo más cortas, una reorientación de líneas productivas para el autoabastecimiento (véase el ejemplo de las mascarillas o los respiradores), y una cierta "vuelta a los esenciales", relegados hasta ahora, como la agricultura y la industria, que llevaría a una revalorización del papel del sector primario y a un proceso de reindustrialización ante los problemas de suministros.

Toda crisis comporta igualmente ganadores y perdedores, actividades que desaparecen y otras que emergen o se consolidan. Entre éstas, no cabe duda que estarán sectores vinculados a la atención a mayores, la dependencia y los servicios sociales, a la transición energética, el cambio climático y la economía verde, a la consultoría, la educación y los nuevos sistemas formativos y, desde luego, al reforzamiento de la sanidad y confío en que también de la ciencia y la innovación. Y me parece que saldrán especialmente reforzadas las actividades relacionadas con la digitalización y la inteligencia artificial, generando nuevas iniciativas de la economía de lo virtual y lo intangible, extendiendo los pagos digitales, abriendo nuevas vías de intermediación, de formación de precios o de configuración de las relaciones laborales, emergiendo nuevas formas de organización y empresas convertidas en "laboratorios de datos", entre muchos otros cambios, y, en definitiva, imponiendo una "nueva economía" con reglas disruptivas que romperán con los viejos paradigmas económicos en infinidad de aspectos de la vida económica, para los que tendríamos que ir preparándonos con urgencia.

Por lo demás, parece llegado el momento de plantear la implantación de algún sistema de renta básica o ingreso mínimo vital y cabe pensar que el Estado, que está actuando ahora como una especie de gran compañía de seguros, verá impulsado su irreemplazable papel en la cobertura de riesgos sociales.

En el ámbito global, por último, se perfilan otro amplio conjunto de decisivos cambios. De una parte, en los equilibrios alterados de la geografía económica mundial, en la que la UE puede encontrarse fuera de los núcleos de poder, EEUU ausente del liderazgo y en que la paradoja es que quien ha estado en el origen del virus, China, aparenta que será al final el ganador. De otra parte, en las tendencias de "desglobalización" y los cambios en una globalización que va mutando, transformándose y cobrando nuevas formas en esta era digital. Y, finalmente, en la cooperación y gobernabilidad internacional, en la que el viejo orden parece obsoleto e inservible para el futuro y amenaza con pasar del inoperante G-20 al vacío del G-0 en la gobernanza mundial.

Como decía Shakespeare, un cielo tan cargado no puede despejar sin tormenta y, "para cuando esto pase", no sé si nos encontraremos como Stefan Zweig ante su relato de El mundo de ayer. En el escenario peor, nos esperan mucha tensión social y pérdidas de bienestar. Si, como obviamente deseo, queremos evitarlo, hará falta rigor para separar lo esencial de lo superfluo, solvencia para hacer frente a la demagogia, esfuerzos para escapar a la tentación del mito de los derechos infinitos sin obligaciones, liderazgos para resolver problemas y no limitarse a representar a afectados y verdaderos acuerdos para hacer real que de esta crisis podamos "salir todos juntos". Lo demás es engañarse.