La respuesta encierra una gran paradoja. A pesar de que de niños solían decirnos que Dios estaba en todas partes, hoy, para muchos, Dios no está en ningún lugar. Estar implica existir, y para que algo exista debe, indudablemente, hablarse de ello. Hablamos de nosotros mismos, de nuestras posesiones, de nuestros deseos y voluntades. Pero ya nadie habla de Dios. Se ha dejado de nombrarle y así, ha muerto eclipsado por las alargadas sombras de nosotros mismos. Como el Judas, hijo de Simón el Iscariote, hemos vendido a Cristo. Como Pedro, el pescador de hombres, le hemos negado. Buscamos en Dios una explicación a la maldad y al sufrimiento del ser humano, pero no somos capaces de ennoblecer su mensaje pues creemos, en nuestra mezquindad, que todo viene del hombre y acaba en él. Somos seres libres y así, vagamos perdidos cambiando nuestros significados, convirtiéndonos en esclavos de otros hombres. No conocemos a Dios, no lo miramos porque no lo vemos. No hay Buena Nueva que proclamar. ¿Acaso tú crees que un hombre puede resucitar de entre los muertos? Naturalmente esto es hoy imposible de entender, pero hubo un tiempo en que el ser humano aceptaba y adoraba a sus dioses pues gracias a ellos podía comprenderse mejor a sí mismo y al universo por el que transitaba. No se bien en qué momento dejamos de construir mitos, relatos que hacían a nuestra inteligencia reveladora de planes perfectos que alejaban los males del mundo. Quizá la ciencia tuvo y tiene mucho que ver en ello. La Ciencia. Bondadosa, casi infinita y sin embargo siempre limitada. Ni siquiera ha necesitado resucitarnos para convertirnos a ella. Tal es la fuerza de su palabra. Sin embargo, no se trata de enfrentarla con Dios. Basta con la existencia del dolor en el mundo para negar que Dios está presente en él. Resulta realmente sencillo. Yo sueño con la existencia de Dios. Me resisto a creer que se ha perdido. Lo escribo para que suene, para que retumbe, para que se haga hombre de nuevo. Las ideas, los pensamientos no son solo esqueletos vacíos y abstractos, son modos de definir las cosas. La idea de Dios es inherente al hombre como lo son la violencia o el amor. Pero nos resistimos a creer en algo que no vemos y ahí estriba nuestra nimiedad. Por eso nunca seremos dioses a pesar de que vivamos intentándolo. Nuestras limitaciones, imperfecciones, mezquindades, parálisis, sombras, nos alejan de la divinidad como el polvo se aparta del camino mecido por el viento. Caminamos perdidos, desconcertados, buscando reinventarnos de nuevo. No tengo duda de que lo lograremos. Aún no ha llegado nuestro tiempo. Pero seguiremos sin nombrar a Dios. El más grande de los hombres será solo eso, un hombre. Y seguiremos luchando contra enemigos invisibles, levantando muros, protegiéndonos. Lo único que podrá salvarnos será el amor. Algo tan viejo como el mundo que siempre ha estado presente en esos mitos y relatos que hoy languidecen en la memoria de los más viejos. Los seres humanos somos poliédricos. En las dudas está la oportunidad de aceptar la limitación. Quien no crea en Él aceptará a otros dioses que le harán sentirse minúsculo en medio del universo. Ese es nuestro sino. Sin embargo, dejaremos de comprender la más bella y relevante de las historias de la humanidad: la de un hombre fuera de lo común que, diciendo ser Hijo de Dios, se dejó clavar en un madero aceptando la voluntad de su Padre por la salvación eterna de todos y cada uno de nosotros.

Conservadora de arte