He puesto a olfatear al perro un golpe de Estado, pero se trata de un cuadrúpedo posmoderno y solo sabe oler friskis, meados y artículos de Luis María Ansón. Conozco a gente respetable y dotada de un cociente intelectual normal que ayer me aseguró que Pedro y Pablo están a punto de cerrar las Cortes y abrogar la Constitución (o quizás al revés) y todo parte de unas declaraciones de un general de la Guardia Civil, que dijo que la Benemérita trabajaba para detectar y disminuir las críticas al Gobierno o algo muy similar. Un increíble éxito de la izquierda: la Guardia Civil actuando ilegalmente para un Gobierno de socialistas, comunistas y demás ralea con el objetivo único, tan del espíritu fundacional del Duque de Ahumada, de instaurar la dictadura del proletariado en España antes de que exista una vacuna. Un carrerón.

El general se hizo un lío y no me extraña demasiado. Ya es difícil que los políticos profesionales no la pifien en sus peroratas públicas: imaginen a un general de la Guardia Civil, con escasísima o nula costumbre de tratar con los medios de comunicación e incluso, en algunos casos, de hablar en público. Si cabe reprocharle algo al Gobierno de Pedro Sánchez es que haya decidido la presencia de uniformados en las ruedas de prensa que se ofrecen cada día para informar - más o menos- sobre el desarrollo de la pandemia: datos, medidas, incidentes, vicisitudes.

En ningún país de Europa ocurre tal cosa. Sánchez y su equipo ponen a militares, policías y guardias civiles frente a las cámaras de televisión para proyectar una imagen de fuerza, determinación, servicio y sacrificio que forma parte de las proclamadas virtudes castrenses. Los militares -siempre que no hablen de política- tranquilizan las ansias del mantenimiento del orden de la mayoría, al igual que los policías -aunque ocasionalmente suelten algún bofetón injustificable- actúan como una especie de tila para las pesadillas de caos de los que se asoman a las ventanas y balcones. El caos siempre son los otros. El orden es una testaruda filigrana de nuestros miedos y debilidades.

Hace un par de semanas, hace un par de siglos, cuando todavía no sabíamos que pasaríamos en libertad vigilada -cuando no infectada- el resto de nuestras vidas, llegué paseando al chucho hasta las inmediaciones del parque La Granja. Era la penúltima hora de la tarde, el momento previo a los aplausos rituales, y del parque salió un joven suboficial de infantería que no podría tener más de treinta años. Caminaba delante de mí y nada más empezar comenzaron a escucharse aisladas ovaciones en las alturas. El militar miró, asombrado, a los que batían palmas desde sus ventanucos. Ocurrió a todo lo largo de la Rambla. Al principio saludaba, con una sonrisa ligeramente forzada, después apuró el paso cada vez más intensamente. Poco antes de llegar a la plaza de La Paz alguien, desde un balcón, agitó una bandera española al verlo. Cuando tomó una calle para dirigirse a la Capitanía General era ya Eisenhower desfilando por las calles de Nueva York y detrás mi perro y yo hacíamos de cabras de la Legión. Aplausos, vítores, felicitaciones, saludos militares de excedentes de cupo, un par de pibas bailando la Sonora Matancera. Con toda seguridad el suboficial ya no se sentía incómodo: empezaba a tener miedo. Por fin llegó sudando a las verjas de Capitanía General y se volvió para entrar, me miró entonces con ojos como platos, y apenas pudo musitar:

-Qué tarde llevo. ¿Lo ha visto usted? Pero qué tarde.