El confinamiento es un homenaje a Rajoy, el inventor del plasma. Parecía claro que el expresidente soportaría mejor que nadie el arresto domiciliario, con el precedente de siete años encerrado a cal y canto en la habitación del pánico de La Moncloa. De ahí la sorpresa ante las imágenes en que exhibe el trotecillo delator de quienes han descubierto tardíamente que el cuerpo no solo sirve para sentarse. Mientras el PP saborea la evidencia de que el Gobierno no sobrevivirá a la mayor crisis de los tiempos recientes, el ejercicio solipsista de su penúltimo líder demuestra que en el encierro todavía hay clases.

Rajoy también huye del confinamiento. Dado que el partido disculpa a su jubilado, vuelve a demostrarse que al PP le importa tanto España que suele olvidarse de los españoles. Admitamos con todo que es fácil imaginar a Rajoy recibiendo los sobres de Bárcenas en una caja de habanos, pero cuesta más adjudicarle un desafío ostentoso del encierro. O ha adquirido un mínimo de valor o se ha olvidado de la fuerza represiva más eficaz contra el coronavirus, los vecinos.

En la lógica de Rajoy, la ausencia de gente en la calle le garantiza que no sufrirá el contagio del coronavirus, el resto no importa. Este desinterés por los engorrosos ciudadanos puede transformarse en el campo publicitario en un arranque de coraje, en un desafío desde la ortodoxia liberal al colectivismo evidente en la supresión de la movilidad urbana. Hay ciudadanos que están ahora en la cárcel por el mismo incumplimiento, pero el expresidente puede convertirse en un héroe si de aquí a un par de años se demostrara que el enclaustramiento no ha sido tan beneficioso en el combate contra la pandemia. Y sobre todo, el estadista que corretea con estilo y vestuario manifiestamente mejorables debe envolverse en la infalible bandera del patriotismo. El confinamiento consiste en no abandonar el domicilio propio, y un dirigente del PP se encuentra en casa en cualquier lugar de España, de Finisterre al Cabo de Gata. Rajoy cumple.