El propietario de un perro sabe que ha llegado un momento dramático cuando comienza a hablar con el animal. En ese instante estás perdido para siempre y tu vida arruinada, como cuando te enamoras por primera o por última vez. Ese momento llegó ayer. Antes del paseo de la tarde se plantó ante mí y se me quedó mirando, como si fuera una invitación. Entonces comencé a hablarle. Y aun así fui moderado. Lo que se escriba aquí cuando comience a levantarse la cuarentena no será agradable para nadie que no sea mi abogado.

Primero, esa estupidez que ha circulado largamente: Canarias como laboratorio de ensayo de un proceso paulatino de desconfinamiento. Incluso he escuchado a nacionalistas e independentistas clamar por la voluntad colonial de utilizarnos como cobayas, probablemente alimentadas cruelmente con callos a la madrileña. A nadie en la Villa y Corte se le ha ocurrido tal cosa: ha sido una ocurrencia parida en nuestras ínsulas baratarias por gente que -como suele ocurrir en esta pandemia- no solo carece de cualquier formación, sino que ha tirado su escaso y licuefacto sentido común por el retrete. En lugar de gritar constantemente a favor de que dejen salir a los niños a la calle, sniff, exijan mascarillas, test masivos y la aprobación cuanto antes de un renta mínima de subsistencia. He salido a aplaudir muy pocas veces a mi exigüo balcón. ¿Por qué aplaudir una y otra vez? Aplauden los espectadores, no los ciudadanos. No, lo que hay que hacer es gritar y corear lo que se necesita urgentemente. Para médicos, enfermeras y auxiliares y para la población en general. El confinamiento domiciliario tiene entre sus objetivos ese: ganar tiempo para conseguir una información cuantitativa y cualitativa indispensable sobre los ciudadanos infectados, padezcan síntomas o permanezca asintomáticos. No se está haciendo con la velocidad y diligencia suficiente en ninguna comunidad autonómica. Me irrita cada vez que escucho las cifras oficiales y atentos comentaristas se apresuran a pontificar si vamos bien, mal o regular. Sobre todo me sublevan los primeros. La empatía inicial se ha transformado con el paso de las semanas en una suerte de buenismo testarudo, enfático, casi profesional. ¿Alguien sabe con precisión cuántos test serológicos se han hecho en cada isla? ¿Y test genéticos, los más fiables -y también los más caros- entre todas las pruebas? ¿De qué fondo de instrumental clínico dispone la Comunidad canaria? ¿Cómo se pretende rendir a diario un diagnóstico, por dinámico que sea, si se desconoce el porcentaje real de infectados y en Fuerteventura (otro ejemplo) apenas se hacen una quincena de tests al día? Me gustaría saber si el comité de expertos que hipotéticamente asesora al Gobierno autonómico tiene algo que decir al respecto. Sus deliberaciones son muy parecidas a las reuniones de los cónclaves papales: ninguna información y, sobre todo, ningún interés en darla. Todo lo que han segregado los comisionados es un conjunto de generalidades más o menos inatacables e irrelevantes. Hacen bien en no ofrecer ni por casualidad una rueda de prensa: evitan así parecer demasiado redundantes.

El perro se levantó y se perdió por el pasillo. Suspiré largamente. Entonces apareció de nuevo con la pelota en la boca. Me resigné y comencé. Lanzaba la pelota. Iba como una flecha a buscarla y la traía enseguida. Nuevo lanzamiento. Misma reacción. El perro iba y veía tras una pelota babeada. Me dí cuenta que estábamos en una metáfora, pero cerré los ojos para no descubrirla.