La profunda crisis sanitaria que atravesamos nos está haciendo vivir situaciones en las que determinados valores culturales de gran arraigo social se han de supeditar al objetivo prioritario de contener la expansión del coronavirus. La pandemia lo cierra todo. Hasta las emociones. Una de sus caras más amargas se refleja en la prohibición de acompañar a los enfermos de extrema gravedad en sus últimas horas de vida, lo que deriva en sus fallecimientos en absoluta soledad, sin la oportunidad de un adiós compartido, sin la opción de una noble despedida. Por ello, el reto al que se enfrentan las personas que están perdiendo a sus seres queridos durante este período de reclusión presenta unas dimensiones imposibles de calcular. Y es que en todas las culturas se formalizan ritos llamados a concluir de un modo sanador los vínculos sentimentales que unen a cada individuo con sus familiares y amigos.

Es cierto que, desde un punto de vista jurídico, no se habla como tal de un "derecho a decir adiós", por más que el conjunto de valores asociados al acompañamiento de quienes afrontan el final de su existencia y que, en condiciones ordinarias, gozan de reconocimiento y garantías, encaja a mi juicio dentro del derecho a la autonomía y la dignidad personal. Sin embargo, en la presente coyuntura han sido relegados a un segundo plano para no obstaculizar el objetivo prioritario: impedir que las proporciones de la pandemia alcancen cotas más catastróficas. Para paliar en alguna medida estas experiencias tan devastadoras desde el punto de vista humano, se están llevando a cabo en los establecimientos sanitarios varias iniciativas dirigidas a facilitar la comunicación entre los enfermos y sus allegados, fundamentalmente a través de videollamadas.

Encerrados entre cuatro paredes y sin posibilidad de cerrar los círculos vitales, los ciudadanos ven partir a sus afectos engullidos por la ola de mortandad, convertidos en simples números. El duelo, pues, se torna más difícil que nunca (cuando no, imposible) y los riesgos de sufrir una depresión aumentan exponencialmente. Esta clase de emociones tan intensas asociadas al dolor, cuando apenas existe consuelo, necesitan ser expresadas además ante otros seres queridos, justamente lo que ahora se vuelve imposible. Abundando en el drama, tras la aprobación del estado de alarma por parte del Gobierno de la nación, las empresas funerarias únicamente prestan servicios mínimos de sepultura e incineración, con independencia de las causas de los fallecimientos. La cruda realidad es que no se están permitiendo sepelios ni actos de despedida de difuntos, con lo que el trance se vuelve todavía más helador.

Si las muertes de una madre o un padre (incluso de ambos a la vez) suponen ya de por sí unas vivencias demoledoras, añadirles la extrema rapidez, la enorme incertidumbre y la nula accesibilidad a una red de apoyo las convierte en unas tragedias de consecuencias nunca vistas y que hallarán sin duda su reflejo en la salud física y mental de quienes las padecen, desde la citada depresión a episodios de ansiedad y estrés postraumático. Ante este complejo cuadro, se insiste en la conveniencia de acudir a especialistas en la materia, recabando la ayuda necesaria para tratar de no cerrar en falso el proceso de desahogo y, en la medida de lo posible, recuperar poco a poco el tono vital. Definitivamente, aplazar el duelo nunca debe ser una opción por lo que, dado el actual período de confinamiento, algunos psicólogos y psicoterapeutas están llevando a cabo sesiones profesionales de forma telemática. Por lo tanto, cuando la duración y la intensidad de las emociones resulten excesivas, lo más recomendable es recurrir a un servicio especializado donde brinden orientación y guía, si bien se dan casos que, aun sintiendo el lógico pesar que acarrea la pérdida de un ser querido, no requieren de atención específica para superarla. A todos ellos traslado desde aquí mi más sentido pésame. De corazón.

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