Sabíamos que el sistema era endeble, pero aceptamos con tanta frivolidad el statu quo que el discurso se hizo intercambiable. Una mínima adaptación editorial de los programas resultaba suficiente para el funcionamiento del mercado, mientras que un ligero maquillaje de las opciones políticas permitía el mantenimiento de cada catecismo, aunque se tratase de un artificio poco resistente al análisis. La realidad es que el sistema aguanta ya muy poco, al menos de forma compatible con la viabilidad de la especie humana, si bien el sacrificio de parte de ella haya sido aceptado hace mucho por la reducida élite que nos dirige. Hace tiempo que conocíamos las catástrofes que arrasan colectivos vulnerables en pocas horas y sin previo aviso, mientras nos resultaban ajenos los cadáveres que flotan en el mar tras la huida a ninguna parte desde el fondo de cada infierno, desde cada escenario donde los mismos que se disputan el espacio comercial compiten en la eficaz eliminación de los más débiles. Porque ese es el verdadero virus, que se ha ido extendiendo con nuestra indiferencia y nuestra incapacidad para frenarlo: el de la desigualdad entre los seres humanos por su lugar de nacimiento, la educación recibida y los medios de que disponen para la subsistencia. ¿Tan difícil resulta comprender la tremenda diferencia en las condiciones con que se enfrenta a la tragedia un niño o una niña de un rincón de Gaza, de un barrio de Damasco o de cualquier región desestructurada de la Tierra, desde la Cañada Real a las favelas brasileñas? Todos los gobiernos llegan tarde a cumplir con sus obligaciones, pero ese retraso no tiene el mismo efecto en cada caso. El planeta es un organismo material con la capacidad de autorregularse, complejo y formado por muchos tipos de corpúsculos. En diferentes momentos de su evolución, esa materia ha dado lugar a diversos seres vivos y a una gran variedad de especies. Durante su desarrollo, cada una se ha establecido en nichos amables en los que reproducirse y cumplir el ciclo de la vida. Otras han aprendido a ocupar el espacio del resto, y una en particular ha destacado por la inmensidad de su apetito, descubriendo un mecanismo inmejorable para ejercer el dominio: la definición de algún dogma que, para su propia existencia, precisa la negación de los otros. Por eso la expansión de la especie elegida tiene un impacto tan brutal sobre la existencia de las demás, la viabilidad del ecosistema, la evolución del clima, y quién sabe si el futuro del universo. No es posible rozar el pétalo de una flor sin perturbar alguna estrella, y no hay motivo para que el efecto mariposa se limite a nuestro insignificante entorno. Los efectos de esta pandemia son un anuncio de las que nos visitarán y diseñarán -ya lo han hecho- el mañana. Enfrentarse a ello exige un rotundo cambio en el sistema mediante el descubrimiento de nuevos modelos de convivencia, sin dioses y sin teología, que promuevan la cooperación y desprecien los liderazgos. Fuera dogmas.