Sabes, jamás me gustó el rumor de los pájaros al amanecer, porque pese a toda la propaganda acumulada durante siglos, nunca es una esperanza, sino un ominoso recordatorio de todo lo terrible que ha ocurrido por la noche. Basta con escucharlo bien: el diálogo rumoroso de los pájaros antes del alba es un maligno intercambio de terrores y calamidades, y precisamente por eso callan al salir el sol. Lo detesto, detestaba ya cuando niño esos gorjeos excitados desde las ramas de los árboles, y ahora, en las madrugadas insomnes de la pandemia, suenan más fuerte e invasivos que nunca. Y ayer lo escuché otra vez. Contaban algo espantoso e incomprensible.

Es falso que envejecer sea un martillo con el que diestramente tallas el tamaño exacto de las cosas, una ventaja de la experiencia, un frágil pero reconfortante triunfo si has vivido dignamente. Envejecer es una derrota inapelable porque consiste en avanzar por un campo minado, y cuanto mayor es el recorrido más frecuente son las detonaciones, y cada vez más cercanas. A tu alrededor la gente que quieres salta por los aires y las explosiones ganan en intensidad y te llenan de despojos humeantes la piel del alma. Tú no lo aceptabas, claro, porque la vida lo era todo, y no la entendías como buena o como mala, simplemente, porque no existe nada ajeno a la vida para compararla con la vida misma. Lo que me maravillaba era tu ausencia de malicia, de resentimiento, de impulsos vengativos. Tu indignación, tu repulsa o tu miedo nunca cebaba el odio, el asco, ni siquiera el desprecio. En eso, y a pesar de una accidentada vida llena de trabajos, anhelos y frustraciones que te obligó a dejar tu patria, fuiste indestructible: no hubo huracán, eclipse o canallada capaz de doblegarte como buena persona. No podías evitarlo, como el día, incluso el peor día, no puede evitar amanecer.

Porque estaban la familia, tus amigos y la celebración del humor: la mamadera de gallo era un rito, una estética y casi una ética para ser feliz entre dos pesadumbres. Eran sorprendentes todos los matices del humor que se desplegaban en la conversación: desde la grosería apabullante hasta la malicia más sutil y esquinada. El humor era una oceanografía donde se encontraban todas las formas que podía adoptar la risa superficial o intrincada. Cuentos, chistes, retruécanos, anécdotas: la vida entera echando vainas. Hace poco escuché un chiste muy bueno que ya no te podré contar. Un judío superviviente del Holocausto fallece y sube al cielo y se encuentra con Dios. "Tengo un chiste muy, pero que muy bueno sobre el Holocausto", le dice. El Todopoderoso le indica, magnánimo: "Adelante". Y se lo cuenta, por supuesto, pero Dios, con algo así como el ceño fruncido, comenta: "No tiene gracia". Y el judío de Auschwitz, con un ligero encogimiento de hombros: "Bueno, si hubieras estado allí?"

Eso es todo, salvo la memoria, las preguntas sin respuestas y el ruido de los pájaros cada vez más inaudible es un amanecer dolorido mientras las imágenes de medio siglo van cayendo en la clepsidra de la memoria de todas las risas, todos los sarcasmos, toda la paciencia, toda la generosidad y los abrazos acumulados, toda la paciencia y la dulzura de una vida que mereció ser vivida, porque, en definitiva, ocurrió y seguirá ocurriendo porque siempre estuviste ahí.