El último barómetro de Tezanos, publicado ayer, presenta una pregunta sobre la difusión de informaciones falsas, que obliga a los preguntados a elegir entre comerse las mentiras que circulan en redes o reducir la libertad de informar, de tal manera que las noticias que tengan que ver con el coronavirus provengan únicamente de fuentes oficiales. El CIS formula esa pregunta en 53 palabras, podría decirse que todo un minirrelato, y su director Tezanos pasa del relato al cuento chino (sin pretender ser racista) al asegurar que su pregunta no condiciona las respuestas. Varias asociaciones de periodistas creen que sí y han denunciado la pregunta por 'tramposa' y 'engañosa', pero no he escuchado a nadie decir que es inaceptable que el CIS se descuelgue preguntando a los ciudadanos si aceptarían que el Gobierno prohíba ofrecer informaciones sobre la pandemia que no sean las suyas. Es cierto que vivimos una situación excepcional, y que la libertad de información puede ser constitucionalmente limitada por motivos de seguridad. Puede ocurrir en caso de guerra, o en una investigación judicial, por ejemplo, para evitar facilitar información al enemigo o a un criminal. Pero a pesar de nuestra afición por el lenguaje bélico, no vivimos en estado de guerra. Podemos decir que este gobierno gestiona la crisis desastrosamente, y el virus no cambiará sus estrategias. Además, si yo fuera el Gobierno, no movería mucho el asunto de las fuentes fiables: si alguien ha ofrecido información verificablemente falsa sobre esta pandemia y sobre las decisiones adoptadas para hacerle frente, ha sido precisamente el Gobierno. Empezaron por no darle importancia, vamos a decir que no se fiaron de los informes de la OMS y dijeron que las manifestaciones serían seguras, y desde que empezó el confinamiento llevan bailando la yenka con sus propias instrucciones sobre cómo protegerse, sobre la conveniencia o no de usar guantes y mascarillas, no dando una con los datos de contagiados, de ingresados y de fallecidos, abriendo y cerrando peluquerías, negándose a contestar quién intermedió en la compra de los test defectuosos (la Ley de Transparencia obliga al Gobierno a contestar y facilitar todo el expediente), o impidiendo durante semanas que los periodistas puedan incordiar con sus preguntas a las 'fuentes fiables'.

Detrás de todo este asunto, lo que hay es un tufillo autoritario, un no aceptar los inconvenientes de trajinar con la verdad, que suele ser de naturaleza muy poliédrica, sobre todo cuando se trata de discernir la 'verdad política'. Muy distinto es que el Gobierno decida perseguir por medios legales las fábricas de bulos, aunque se llevaría la sorpresa (o quizá no) de que fábricas de esas las hay de todos los colores. Perseguir después de que se difunda una falsedad perjudicial, recurriendo a la Justicia, es una cosa. Y otra es que un Gobierno pueda decidir qué es verdad y qué mentira, y ejercer censura previa. Eso sólo ocurre en las dictaduras, donde la única verdad es lo que le conviene al que manda y todo lo que le perjudique es falso.

Y es ridículo pensar que la intervención de empresas de verificación zanja el problema, porque también pueden tener sesgo ideológico e intereses que las condicionen. Como podemos tenerlo los periodistas. Hace pocos días, la periodista Pepa Bueno comentaba que no se puede tolerar que se publiquen falsedades como que el Gobierno de España es un "gobierno bolivariano". Pero resulta que eso no es una falsedad: es una opinión. Como es una opinión decir que el PP es un "partido de fachas". Se puede estar de acuerdo con esas opiniones o no estarlo. Pero lo que no tiene derecho el Gobierno, ni Facebook, ni la Policía, ni el comité para la salvaguardia de las buenas prácticas, es a silenciar las opiniones y creencias que no coincidan con las suyas. Este debiera ser un debate ya más que superado.