José Bergamín insistió siempre en que no era lo mismo soledad que aislamiento. El aislamiento te sobresalta -como el ruido de una caída o una ventosidad- cuando avanzas entre los escombros de insultos en twitter; la soledad victoriosa -una honda comunión con lo que te rodea- la encuentras leyendo, por ejemplo, a José Bergamín. Este aislamiento que nos han impuesto -y que la autoridad discutiblemente competente parece que quiere alargar todo un mes más, salvo que se trate de un bulo puesto en marcha por Gobierno contra el Gobierno- no promueve precisamente la soledad. La soledad es un ejercicio porfiado, difícil, complejo. La soledad cuesta trabajo y disciplina. La soledad no se improvisa. Al poder - incluso al poder dizque democrático y pluralista- le pone cachondo que estemos aislados, pero todo poder -y eso llega a su máximo grado en los Estados totalitarios- desconfía profundamente de la soledad: un espacio que no controla del todo es un espacio potencialmente subversivo.

Por supuesto que existen razones para la zozobra o la preocupación, pero la menor no es esa viscosa sopa de mentiras y falsedades donde flotan como tropezones -y tropezando- los partidos del gobierno y los de la oposición, enzarzados en mutuas e incesantes denuncias de manipulación. Se preparan y surten mentiras para el público de derechas y para el público de izquierdas. Desde el golpe de Estado que están urdiendo Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, hermanos en Marx y en Bolívar, para apropiarse del ahorro de los españoles hasta una estratagema de la ultraderecha que cuenta como millones y millones de cuentas en las redes sociales, ellos, los fachas, que son los verdaderos culpables de lo que está ocurriendo y etcétera. La mentira les hará libres: libres para apoyar al Gobierno o libres para exigir su dimisión para anteayer.

El resultado final se parece a un cuadro del Bosco. La élite política española está volcada en un casi sistemático proceso de destrucción de significados, en una carnicería semiótica que consume horas y esfuerzos de profesionales y tropa, y ya ni siquiera lo fundamental es defender tu relato, sino impugnar y destruir el del adversario. Esta furia deslegitimadora recuerda lo que escribió Hannah Arendt hace mucho tiempo: "el resultado de una constante y total sustitución de la verdad de facto por las mentiras no es que las mentiras sean aceptadas en adelante como verdad, ni que la verdad se difame como mentira, sino más bien que el sentido por el que nos orientamos en el mundo real -y la categoría de la verdad versus la falsedad está entre los medios mentales para alcanzar este fin- queda destruido". Si los hechos pasan a ser irrelevantes el análisis es imposible y las opiniones insustanciales es muy cuestionable que la actividad política que quede pueda llamarse democracia. Y es lo que está ocurriendo mientras mueren miles de ciudadanos y cientos de miles pierden su empleo o ven reducidos drásticamente sus ingresos. Mientras los trabajadores autónomos son barridos y cierran empresas en una debacle aterradora.

Por supuesto que la gente continúa aplaudiendo a las siete de la tarde. Cada vez son más conscientes que -sin olvidar el agradecimiento al personal sanitario- se aplauden ante todo a sí mismos. Desconfiamos como todo encarcelado, privados de la compañía y de la soledad, bajo un chaparrón diario de promesas y esperanzas cada vez más postizas, más cansadas, más inverosímiles.