Tengo ante mi, desde hace mucho tiempo, una fotografía en la que todos los niños del barrio están con los pies descalzos. Debe ser de 1956, cuando yo tenía ocho años. En aquel tiempo, y ahora, yo era un niño asmático, al cuidado, sobre todo, de mi madre, que durante el día me contaba cuentos para que yo no me durmiera y que por la noche dormía en vilo por si tenía que lanzar baldes de agua para que su hijo se despertara de uno de aquellos ataques que llenaron de miedo mi vida y mi familia. Hasta esta etapa, precisamente, cuando ser asmático es, otra vez, una condena lanzada sobre la existencia de las personas de riesgo.

Por esa razón, porque yo era un niño delicado, como se decía entonces, en esa foto el único muchacho calzado soy yo mismo. Mi madre tenía tanto miedo a que yo me contagiara del frío que me abrigaba en invierno y en verano con iguales ropajes tupidos, y me calzaba también. Los demás, desde mi hermano Paco a los otros vecinos del barrio, posaban así, descalzos, ante el objetivo de uno de los turistas que por entonces venían al Puerto de la Cruz. Aquellos turistas no tenían mucho dinero, pero el artista que nos tomó esa foto venía del Hotel Taoro, donde se jugaba, se quitaba los pantalones para acostarse y nunca recogía las monedas que caían de sus bolsillos. Para mi madre aquella era señal de riqueza.

A nuestros mayores les llamaba mucho la atención esa exhibición de dinero porque éramos muy pobres. Y los chicos perseguíamos, calzados o descalzos, a los extranjeros pidiéndoles dinero (pennies, decíamos) como si esa fuera la actividad natural de nuestra edad. Teníamos una escuela muy mal dotada, donde el maestro nos hacía dictados o copiados; en los recreos íbamos a orinar bajo la palmera. También pensábamos, o debíamos pensar, que eso era lo lógico. Mis hermanas empezaron a trabajar muy pronto, en los empaquetados próximos, y mi hermano dejó de ir al colegio en parte porque llegó un momento en que mis padres no tenían dinero para pagarle la guagua y él, además, quería dedicarse a la mecánica. Los chicos del barrio no pudieron seguir estudios de ninguna clase, así que se fueron a las sorribas, a la construcción o a la hostelería, haciendo trabajos de mucho esfuerzo y de poco salario.

Yo tuve la suerte de estudiar, porque era un chico delicado, que se pasó la mayor parte de los primeros años de su vida escuchando la radio y aprendiendo a leer y a escribir. Como me decían los chicos, que eran tan cariñosos conmigo que venían a ayudarme a sentir que en la vida también se podía uno entretener jugando, yo no servía para otra cosa. Fue la nuestra una generación pobre, destinada a un alfabetismo básico (mis hermanas hicieron el graduado escolar ya entrados los años de la democracia) y a una existencia alejada de las ambiciones culturales o intelectuales que ahora también están al alcance de los descendientes de las personas que, en esa fotografía que tengo delante, van con los pies descalzos.

Esa Canarias que está ahí retratada no existe más, afortunadamente. Recuerdo que cuando empecé a ser periodista, aun muy joven, e imperaba la censura de los periódicos, a EL DÍA se le prohibía publicar las estadísticas oficiales que señalaban que Canarias y Extremadura eran las regiones con más analfabetismo de España. Eso también se acabó, y aunque no se haya erradicado del todo, ya hablar de analfabetismo parece cosa de la Edad Media.

Pero no es de la Edad Media, yo recuerdo el hambre, recuerdo el analfabetismo, y sobre todo recuerdo la ausencia de derechos civiles básicos. Todo eso producía un ataque grave a la autoestima de la población no pudiente, con el consiguiente abuso por parte de los caciques o asimilados, seguidos como alguaciles por alcaldes u otras autoridades sin escrúpulos.

Ese es el pasado. El presente lo dibuja muy bien el joven profesor Moisés Morera, que ha difundido un muy estimulante ensayo sobre el futuro de Canarias a partir del presente drama sanitario, que en las islas, por fortuna, no ha hecho tanta mella como en otros lugares.

Dice el profesor Morera que esta crisis, como dirían los chinos, puede ser también un trampolín para un cambio crucial de perspectiva de nuestro futuro. Me permito estar de acuerdo con él, aunque tengo mucho menos conocimiento que él para elaborar un juicio sobre sus propias deducciones. Él pone énfasis en el porvenir de la educación, y hace hincapié en la universitaria, como elemento decisivo de ese futuro que dibuja.

Recuerdo que hace muchos años, aunque no tantos, gente principal de mi isla se manifestó en la capital de Tenerife, al amparo de la política pequeña, contra la implantación en la isla de enfrente de una universidad nueva, pública, requerida por la gente que allí consideraba que la distancia había que resolverla. Esa mezquindad insularista no se me ha ido nunca de la cabeza. La educación es la medida más radical, y la más gloriosa, para salir adelante; lo era entonces, lo es ahora, y lo es de manera imperiosa. Por eso, porque lo dice y lo argumenta, en nombre de los que iban descalzos, en nombre de sus descendientes, me permito agradecerle al profesor Morera que ponga en primer plano la educación como instrumento de futuro para estas islas cuya desunión ha sido, ojalá que se pudiera decir fue, un desastre que el presente y el futuro tendrían que rectificar ya para siempre.