Tal vez existan espíritus puros que utilicen sus facultades extrasensoriales sin ninguna finalidad recaudatoria, movidos por el único afán de hacer el bien. Si eso es así, no es a ellos a quienes van dedicadas estas líneas, sino a ese ejército de estafadores que se publicitan a través de dos vías de comunicación básicas: los anuncios por palabras y los canales televisivos de tercera división. Contra todo pronóstico, este tipo de negocios alternativos, lejos de sumarse al carro de las crisis económicas, no sólo se mantienen sino que, incluso, repuntan por mor de la imperiosa necesidad ciudadana de confiar en algo o alguien que les empuje a sobrevivir más allá de los sacrosantos mercados o de las caníbales agencias de calificación.

Por lo que se refiere al sector de los periódicos de papel, en él encuentran acomodo videntes internacionales de "reconocido prestigio" que suelen proceder del África subsahariana y que afirman descender en línea recta de antiguos chamanes de algunas tribus alejadas de la civilización. Sus vastos conocimientos multidisciplinares, unidos a sus extraordinarios poderes sobrehumanos (nótese la ironía), son las armas perfectas de las que se sirven para estafar a sus potenciales víctimas. Para ello, se ayudan de recetas, pócimas y brebajes que, ora te quitan el mal de ojo, ora te suministran a la pareja de tus sueños, ora te facilitan un puesto de trabajo fijo. Las fotos de tan cualificados profesionales de la brujería al por menor, cuya expresión facial resulta ya lo suficientemente disuasoria como para no arriesgarse a marcar el ruinoso número de teléfono del que se hacen acompañar, no parecen, sin embargo, atemorizar a su incauta clientela, compuesta mayoritariamente por seres vulnerables cuya desesperación les lanza en brazos de tarots y bolas de cristal, en su denodado empeño por dar esquinazo a la desesperación, el miedo y la soledad. Para su desgracia, el escaso apoyo social con el que cuentan dificulta la posibilidad de que terceras personas con criterio les insten a solicitar la ayuda especializada que, sin ningún género de duda, precisan.

En cuanto al segundo entorno, el de esos platós de televisión cuyos decorados son un auténtico atentado al buen gusto, lo frecuentan una cuidada selección de adivinos de pacotilla, normalmente de mediana edad, que presentan algunas peculiaridades comunes, entre ellas unos nombres de pila que asustan al miedo y una serie de atuendos, peinados y maquillajes grotescos, incompatibles con el más mínimo viso de elegancia y sencillez. Entre tallas de vírgenes y estampas de santos diseminados sobre tapetes astrales cuajados de planetas y meteoritos, proceden a mostrar a cámara con expresión intensa las cartas de La Muerte, El Ermitaño o La Emperatriz para, cien euros más tarde, comunicar a sus llorosos interlocutores el supuesto remedio a sus males. Y así, entre fraudes y estafas, estos traficantes de esperanzas van engordando sus cuentas corrientes a costa de la desgracia ajena.

Es obvio que estas prácticas tan miserables no van a desaparecer de la noche a la mañana, puesto que siempre habrá individuos dispuestos a aprovecharse de los más débiles y tampoco faltarán damnificados que, por ignorancia o desesperación, acudan a aquellos en busca de ayuda. Pero constituiría un gran avance que, desde los estamentos correspondientes, se tomaran las medidas oportunas para evitar unas actividades que, sobre todo en épocas de recesión como la que se avecina, van en aumento. Tanto revisar los permisos y licencias de las cadenas que les dan cobijo como supervisar los ingresos de las líneas telefónicas asociadas a estos negocios podría ser un buen comienzo, sin olvidar la imprescindible interposición de denuncias por parte de los propios afectados. Más de uno de estos personajes ha sido condenado en sede judicial y obligado a indemnizar a los denunciantes de sus rentables vaticinios. De este modo, sería infinitamente más sencillo conseguir que numerosas personas que atraviesan por un mal momento vital dejaran de ser engañadas. Y no sólo económica, sino también emocionalmente.

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