No es la primera vez que no hay en nuestra ciudad Semana Santa en la calle. Lo atestiguan los antiguos libros parroquiales de fiestas. La veleidosa meteorología lagunera, cuando no se sabía qué era eso, impuso en más de una ocasión su ley. Bastaba un nublado amenazante o que el viento soplara más de lo debido para que cristos, vírgenes y santos varones quedaran sin procesionar, recluidos la mayoría hasta el siguiente año en conventos, iglesias y santuarios.

Sin embargo, sí es esta la primera que en los más de cinco siglos de historia de San Cristóbal de La Laguna se celebra sin fieles en los oficios. En épocas anteriores hubiera sido impensable. Podía llover a cántaros, podían caer rayos y centellas, retumbar truenos o resoplar ventoleras que, protegidos ellos con sombrero o cachorra y capa de paño fino o manta fruncida sobre los hombros, y ellas con un buen refajo, medias de hilo y grueso sobretodo, nadie se privaba de gozar las ceremonias, sermones y demás cultos de la pasión y muerte de Jesús. Pero lo de ahora es muy diferente.

Entre las celebraciones religiosas que por su emotividad y dramatismo o por el aura de misterio que las envolvía abarrotaban los templos, una de las más antiguas, la ceremonia de La seña, fue también de las primeras en desaparecer. Era un rito de raíz medieval, originario de la iglesia de oriente. Se asegura que cuando San Leandro estuvo en Constantinopla asistió a su representación y, al ser designado arzobispo de Sevilla, la incorporó al ceremonial de la catedral hispalense, desde donde se extendió a parte de la Península ibérica, Canarias y la América hispana. En cada lugar adquirió matices propios. Primeramente se repetía cinco veces en tiempo de Pasión, hasta que se limitó al miércoles santo.

La seña es ejemplo de sincretismo religioso romano-cristiano. En la antigua Roma, al morir un general, su sucesor tomaba en las manos, en las exequias, la enseña con la que el difunto había protagonizado gestas y hazañas y, luego de tremolarla sobre el cadáver, para que se impregnara de su espíritu, la ondeaba sobre sus soldados, a fin de transmitírselo. De manera parecida, en La seña era procesionado dentro del templo una gran bandera negra con una cruz roja, precedida de los canónigos, cubiertos con capuz igualmente negro que casi les velaba el rostro y capa del mismo color con larga cola cayendo sobre el pavimento. Ya en el altar mayor, el oficiante enarbolaba el pendón sobre el ara, símbolo del lugar donde Cristo fue inmolado, para que se empapara del flujo divino de su gracia y perdón, y seguidamente lo removía sobre los capitulares, tendidos en el suelo en posición decúbito prono, como signo de purificación de los pecados de la Humanidad, representados por las largas caudas negras que arrastraban durante el turbador itinerario, mientras era interpretado el himno Vexilla Regis prodeunt (El estandarte del rey avanza).

Conocemos cómo era esta ceremonia en la catedral lagunera por el relato del musicólogo navarro Leocadio Hernández Ascunce (Pamplona, 1883-1965) en su artículo El himno Vexilla, publicado en Diario de Navarra el 25 de marzo 1932, que el doctor Alejandro Aranda Ruiz, a quien reitero mi gratitud por habérmelo proporcionado, sintetiza en su trabajo Notas para el arte y la fiesta en la catedral de Pamplona (Príncipe de Viana, 263/ 2015, pp. 1095-1126).

Ascunce no revela la procedencia de su información. A juzgar por el texto, La seña seguía celebrándose La Laguna en plena República. El artículo es de 1932 y la descripción la hace en presente. Por su indudable interés, lo transcribimos literalmente: "En Tenerife se celebra la típica ceremonia de la "I Seña" (sic) en las primeras y segundas vísperas de las domínicas de Pasión y Ramos y el Miércoles Santo. Al comenzar el salmo In exitu van desfilando los canónigos con los capirotes de la muceta tendidos sobre el bonete y los condas [las caudas, o colas] extendidos, hasta la sacristía. En esta recibe el Chantre la bandera de paño negro con cruz roja de seda y procesionalmente se dirigen todos al altar mayor. Comenzado el himno "Vexilla", levanta el Chantre la bandera y apoya la extremidad del mástil en el centro del altar "in cornu epistolae", después "in cornu evangelii"; hacia atrás, sobre la derecha y sobre la izquierda paulatinamente, hasta tocar el pavimento; y terminada la estrofa, la agita y la mantiene levantada. Mientras de este modo se ondula la bandera, lo capitulares con la canda [cauda] extendida permanecen de rodillas en la última grada del altar; y concluido el himno, con las candas recogidas regresan al coro".

Si comparamos la ceremonia lagunera, que Ascune califica de "típica", con las de las catedrales del Nuevo Mundo donde ha perdurado -Quito, que la denomina indistintamente "Santa Reseña" y "Arrastre de caudas"; Caracas, Mérida y Maracaibo, en Venezuela, de las "más emblemáticas y antiguas" según la prensa del país andino del pasado año; y México, de extraordinaria plasticidad- y con las ya desaparecidas, españolas y americanas, la tinerfeña era de las más sobrias: los capitulares no se tendían sobre el pavimento, solo se arrodillaban; tampoco iban acompañados, como en otras catedrales, de dos acólitos con cirios llameantes y un tercero ocupado en extenderle la cauda sobre el suelo, ni otros detalles más.

Para algunos tratadistas La seña era un rito originalísimo, cargado de simbolismo; para otros, una ceremonia con resabios medievales, enigmática y hasta abstrusa. Como tantas otras prácticas piadosas centenarias, fue perdiendo carácter y hasta razón de ser. Las reformas litúrgicas del siglo XX aceleraron su desaparición. Mi ilustre amigo el canónigo penitenciario don Vicente Cruz Gil, decano por edad y antigüedad de los capitulares nivarienses, me comentó con su proverbial amabilidad que, si bien ya no se realizaba cuando se incorporó al cabildo de Los Remedios en 1958, sí oyó hablar de ella a sus más veteranos compañeros de coro. En la catedral grancanaria se mantuvo al menos hasta 1966. El Eco de Canarias (5.04.1966) presumía entonces de ser única que pervivía en España. También se celebró en Santa Cruz de la Palma, probablemente por iniciativa del clérigo liberal don Manuel Díaz, siempre atento a lo mejor para su parroquia del Salvador, que compuso además para la función una partitura del Vexilla. No hay acuerdo en por qué se denominaba La seña. Unos opinan que significa señal; otros, que signo o significación, e incluso para algunos, revista de la tropa. La séptima acepción de la RAE, antigua y en desuso: estandarte o bandera militar, parece la más plausible.

Otros ritos de notable valor cultural amén de religioso de la Semana Santa lagunera se han perdido: el velo blanco, las tinieblas y el miserere, el retiro, las completas del Señor de los grillos, el Recordatus de Domínguez Guillén, el cubrimiento de los altares, las siete palabras, igual que prácticas culinarias, dichos, consejas y tradiciones populares. No cabe en esta crónica la glosa que merecen. Recordaremos únicamente una de las costumbres más antiguas, también extinguida: la de esparcir estos días incienso morisco en la parroquia matriz de la Concepción. Su perfume acre invadía las naves del templo. Las hojas de este arbusto, endémico de Canarias (la artemisa ramosa), de un gris plateado suave, emanan al ser pisadas un intenso olor, que fue eficaz purificador de los templos cuando se arracimaban en ellos durante horas innumerables fieles, muchos venidos de los pagos más alejados de la ciudad tras largas caminatas; el incienso morisco actuaba como eficiente sustituto del botafumeiro compostelano. Cuando ya no era higiénicamente necesario, se mantuvo sin embargo, por tradición, en la parroquia matriz, hasta convertirse en el aroma inconfundible de la Semana Santa lagunera. Un día se suprimió. Pero aun pervive su fragancia en nuestra memoria.