Al igual que al perro que se enreda entre las mantas, ladrando cuando no encuentra la salida, los hay preocupados por el monstruoso volumen que generará la deuda pública en los próximos años. Esa responsabilidad que es capaz de caminar sobre los muertos, los pobres y los desempleados como ciertos hechiceros caminan sobre el fuego es, sin duda, admirable. Que los estados se endeuden parece algo indigno, desaseado, un síntoma o condena de subdesarrollo. Pero endeudarse -e incluso no pagar las deudas- lo han hecho todos los gobiernos durante siglos: lamento decirle a mis amigos anarcocapitalistas que la deuda pública no es un invento de la serpiente keynesiana. En el muy conocido libro de Carmen Reinhart y Kennerth Rogoff Esta vez es distinto queda perfectamente documentado cómo los estados llevan siglos endeudándose -y a menudo no devolviendo las perras-. Entre principios del siglo XVI y principios del XIX España declaró seis veces la bancarrota. Francia faltó a sus obligaciones de deuda externa en ocho ocasiones, como ha ocurrido en los últimos tres siglos a Portugal, Prusia, Grecia, Austria, las primeras ciudades- estado de la península italiana. Rusia, Turquía o Egipto han mantenido durante décadas deudas cronificadas que finalmente no pagaron. Gran Bretaña aguantó una deuda pública superior al 40% de su PIB -derivada de los gastos extraordinarios de las guerras napoleónicas- las durante todo el expansivo periodo victoriano. Alemania no llegó a pagar ni el 15% del montante de las reparaciones de guerra en el siglo XX. La deuda pública japonesa supera al 200% de su PIB y acaba de aprobar un plan inicial dotado con 40.000 millones de dólares.

Ni se puede ni se debe -supongo- darle a la manivela de la deuda como si no hubiera un mañana. Siempre lo hay. Pero que la deuda es un instrumento político más tanto en situaciones de normalidad relativa o de coyunturas críticas resulta una obviedad. En este momento crítico condicionar el acceso de los fondos del MEDE (250.000 euros) a reformar economías que se balancean sobre el colapso no es un error de cálculo egoísta, sino una estupidez suicida. Un acceso al MEDE con mínimas exigencias, los 200.000 millones del Banco Europeo de Inversiones y otros 100.000 del sistema de reaseguro de empleo (SURE) para cofinanciar ERTES son un primer paso, pero los gobiernos son incapaces de ponerse de acuerdo en ese programa mínimo. Y la tormenta arrecia.

Desde hace días esta pequeña ciudad parece que retiene el aliento. Se detecta un cansancio obvio con solo deambular por las calles desiertas. Por los intersticios del confinamiento - incluso aquel que tiene la nevera llena y conexión a plataformas digitales - empieza a filtrarse la desconfianza. Porque los signos de lo que vendrá son cada vez más evidentes. La sospecha que después de salir preferiremos volver cuanto antes. Es una insensatez contarle a la gente que los hoteles van a abrir en mes y medio, al menos que se resignen a tener como clientes al polvo y las cucarachas. Anoche salió del Parque García Sanabria un mendigo rubio y sucio con las piernas torturadas por varices. Estaba borracho. Me miró a mí. Luego miró al perro, señaló al cielo, apestoso y extático, y gritó con todas sus fuerzas:

-¡Es el fin del mundo! ¡El fin del mundo! ¡El fin del mundo!

Desde una ventana iluminada se oyó un vozarrón furibundo:

-¡Cállate, joputa! ¡Haberte sacado unas oposiciones!