En pocas palabras 'in memoriam' de Emilio Racionero Menasalvas

No fue un artículo, no fue una reclamación. Las últimas pocas palabras que mi padre escribió fue una petición angustiosa de AYUDA al Servicio Canario de Salud por el retraso (propio a veces de este Sistema) para ser valorado por un especialista, habiendo ya transcurrido tres meses con intensos dolores, fundamentalmente en el esternón.

Mi padre era socialista y defensor de un sistema público, hasta la médula, esa misma que desató su enfermedad por la sangre. Él esperaba prudentemente por sus citas mientras se consumía por su pérdida de apetito y de funcionalidad, ya que cualquier movimiento era una manifestación de dolor. No llegó a entregar esta petición. Finalmente ingresó el día trece de marzo, coincidiendo con el inicio de la cuarentena. En mi retina grabé cómo mi padre y mi madre se sujetaban de la mano con todo el amor del mundo, y lo acompañaba por el pasillo muy despacito ya. Sesenta y cuatro años de vida compartida se separaron justo en el instante en el que la puerta del ascensor se cerró.

Escribo estas líneas en su mesa y silla humildes, con un lápiz de escasos centímetros, tal y como lo hacía él, porque así era mi padre, humilde, hasta la médula. Esa misma que confirmó el diagnóstico de mieloma múltiple con una prueba que duró tan solo un instante, frente a los dolores eternos que había sufrido durante meses. Era un difícil diagnóstico y no culparé por ello a los médicos, pues han sido también los que trataron de mejorar su vida. Una vida llena de dedicación y entrega a su trabajo, a la política, al sindicato, a sus artículos en el periódico, a las AMPAs, a los Consejos Escolares, a los compromisos con su comunidad de vecinos, y a sus múltiples actos sociales y culturales, para los cuales se ponía su boina, cogía su cartera y llaves, y salía por la puerta dirigiéndose a ellos, habitualmente a pie. Una vida entregada a su mujer, a sus cuatro hijos y a sus diez nietos, donde nos inundó de educación, valores y amor. Una vida llena de precisión y meticulosidad en todo lo que hacía, desde un trazado de líneas en un hoja para un registro de gastos, hasta un pisto cortado con sumo detalle. Creaba con humildad archivos de lo que fuera, tan sumamente organizados que parecían obras maestras, como esos mapas que dibujaba siendo niño en una humilde casa en el Puente de Vallecas. Creció en la posguerra y en la pobreza, sin medios, pero la ayuda de sus humildes y trabajadores padres, su constancia y la fuerza de voluntad le convirtieron en un gran profesional de CEPSA. Era una gran persona, íntegra, consecuente con sus principios, honrada y honesta. Allá por donde fuera dejaba huella, lo apreciaban, siempre dispuesto a ayudar. Así era mi padre, hasta la médula.

Estuve confinada en la habitación 624 del HUNSC junto a él más de cuarenta y ocho horas, repletas de intensidad emocional. Su fuerza de voluntad le acompañaba todavía, llegando incluso a comer con el mayor de los esfuerzos inimaginables, cuando apenas podía respirar sin ayuda de las máscaras de oxígeno y comunicándose ya "en pocas palabras" cuando despertaba del continuo agotamiento.

Tomé la decisión más dura de mi vida. Y se fue. Lo hizo junto a mí la noche del tres de abril, después de que le diera el más dulce beso, y le susurrara al oído una de las frases que solía decirnos: "No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy". Elegí una de nuestras piezas favoritas: el concierto para clarinete y orquesta en La Mayor K622 de Mozart para disponernos a descansar esa tercera noche. Lo hacía sentada en una silla, y recordaba la precariedad de su niñez en su casa de Madrid, cuando me relataba que juntaba varias sillas para dormir. Entonces sucedió, escuché solo la música y no su agitada respiración, sentí un profundo alivio, que por fin se relajaba y descansaba en paz. Simplemente su corazón dejó de latir en el primer movimiento del concierto, minutos después de la entrada del clarinete, instrumento que yo solía tocar. Supe que había tomado al pie de la letra mis palabras, que podía irse tranquilo, que ya no tenía que luchar más. Nunca imaginé que vería morir a alguien, mucho menos a mi padre, al que admiraba y adoraba... hasta la médula.

Se fue en el escenario más cruel que jamás habíamos vivido produciendo la insoportable distancia con su familia, pero también propició que pudiera compartir esos dos días junto a él, convirtiéndome en su maravillosa, dulce y tranquilizadora compañía, a través de caricias, palabras y música.

Papá, te guardaré en mi corazón hasta que llegue el día en el que, como el tuyo, decida dejar de latir. Te quiero mucho. Tu querida hija Esther.