Naciones Unidas ha advertido que la salida de la crisis mundial del coronavirus no será muy distinta del final de la II Guerra Mundial (el parangón): un orden mundial y hegemonías geopolíticas nuevas, nuevos valores, formas de pensamiento y otra cultura.

Este cambio radical de referencias y contextos se produce cuando la globalización económico-social de carácter histórico (humano) ya había sido forjada. Sobre esta estructura global estalla el más contundente puñetazo global, esta vez a cargo de una naturaleza furiosa y exterminadora como una guerra.

Esta sacudida pone contra las cuerdas a la posmodernidad, nuestra cultura epocal que acuñaba y definía un sistema de referencias de todo orden: ético, estético y cognitivo. Como han señalado algunos filósofos, la época más tonta de la historia. Ni siquiera disipada o entretenida: estúpida.

Nuestra vida hasta hace un mes gravitaba sobre lo más particular, en la fragmentación identitaria por la que cada quien reclamaba la sacralidad de la condición descubierta y arrogada, sustrayéndola a toda crítica racional, algo impensable. Un mundo en el que la razón crítica y cognitiva había sido expurgada por completo y la vida moralizada. La censura e inquisición más peligrosa, la interiorizada por las masas unánimes, era la policía (piropos también perseguidos) que nos acechaba al mando del feminismo trans-identitario, en constante predicación desde el poder y aparatos ideológicos del Estado. El tótem feminista -fálico per se-, necesitaba del tabú (como Freud): era todo aquello que no se sometiera al relativismo y la horizontalidad, alcanzados con la lucha contra el heteropatriarcado; nada era elevado o indigno, sino simplemente distinto. A lo más había narrativas, creaciones de autor sin otro fundamento, sin verdad o realidad, que el interés de parte. Michel Foucault, sumo pontífice con Derrida de la posmodernidad, tendría que modificar su concepción del cuerpo como objeto de vigilancia y disciplinamiento -surgido desde instituciones carcelarias y psiquiátricas-, por una atribución de la naturaleza -que siempre tuvo-, de incluso pleno dominio sobre los pulmones de los más viejos. Los profetas posmodernos habían despreciado algo fundamental: que en la naturaleza no hay una sola narrativa. No tiene "el relato" (del gusto tertuliano). Tampoco la biología. En las camas de los hospitales y residencias es imposible apreciar que la mujer sea un "constructo cultural". La naturaleza iguala y "normaliza" en sentido contrario al que Foucault atribuía a las instituciones: de disciplinar; tampoco el poder era saber, como el llamado biopoder no es una antropotécnica. La naturaleza no precisa de técnica. Nunca había estado tan perdido el pensamiento hecho subideología, y nosotras tan borrachas y solas, sin ciencia ni poesía, que al final regresarán.