En unas pocas semanas la realidad ha cambiado tanto que resulta casi increíble. ¿Quién se habría creído, hace unos meses, que íbamos a estar más de un mes confinados en nuestras casas y amenazados por un virus que se ha convertido en pandemia mundial?

Como en el guion de una película de zombis de serie B, nos hemos aproximado al borde de un abismo. Hoy ya no parece tan increíble que se nos vaya de las manos una enfermedad y desate el pánico. Que el desabastecimiento alimentario provoque desórdenes y haga que un Gobierno democrático decrete el estado de excepción y el toque de queda. Hoy ya no parece imposible que nuestro confortable bienestar y nuestra seguridad puedan desaparecer de un plumazo.

" Las cosas no se joden de repente. Una sociedad no naufraga en el desayuno. En mi país llegó un cambio de gobierno en el que mucha gente tenía grandes esperanzas. Y empezaron a pasar cosas. Algunas buenas y muchas malas. Pero lo malo siempre le pasaba a los demás. Les nacionalizaban negocios. Les quitaban empresas. Todo era por la patria. Por los pobres. Empezaron a señalar a los ricos, como los alemanes a los judíos. Nos faltó colocarles una estrella amarilla. Entonces los ricos huyeron del país. Luego empezaron a señalar a los que no pensaban como ellos. Y la clase media también empezó a marcharse. Y cuando quisimos darnos cuenta, nos habíamos transformado en una ruina. Y los ricos, ahora, eran los que estaban en el gobierno. Los militares que nos encañonaban con los rifles en las calles. El país moderno, lleno de comercio y de vida en el que yo nací, se había convertido en una prisión miserable".

Los testimonios de intelectuales venezolanos de hoy, que en su día creyeron de pies juntillas el discurso de Hugo Chávez -aquel líder que salía hablando siempre con la Constitución en la mano- recuerdan la decepción de Jacobo Timerman con el régimen cubano. Timerman, periodista torturado y encarcelado por la dictadura argentina, saludó a la revolución castrista con el mismo entusiasmo que miles de escritores de su generación. Años después, tras visitar la isla, escribía amargamente, con tinta de hiel, sobre la dictadura de Castro y la miseria de un pueblo acobardado, adoctrinado y prostituido, al que se le había robado la libertad.

España es un país europeo y una democracia del siglo XXI. Pero los adjetivos de las sociedades no son eternos. Como tampoco los logros sociales, la libertad y la prosperidad. Nuestra vida, ahora mismo, está zarandeada por lo imprevisto. Y hemos admitido, como algo inevitable, que un Gobierno democrático, en nombre del Estado, nos haya arrebatado temporalmente libertades básicas que forman parte de la esencia de la democracia: como la libre circulación o el derecho de reunión. O que controle dónde estamos y a dónde vamos a través de nuestros teléfonos móviles.

Nos han puesto en arresto domiciliario bajo la amenaza de sanciones y la vigilancia de las fuerzas del orden público. Hay multas y hasta condenas por "el delito" de salir a la calle. Hay personas cuyos padres han fallecido sin que pudieran verles: un amargo dolor que llevarán toda su vida a cuestas. Hay familias que han sido separadas de un tajo por la aplicación de unas normas inflexibles con los ciudadanos, pero, por cierto, muy laxas con los poderosos, que rompieron cuarentenas y tuvieron disponibles pruebas que estaban vetadas al resto de las personas.

Se dirá que, como ocurre con los niños, todo lo que se nos ha impuesto ha sido por nuestro propio bien. Es cierto. Pero los ciudadanos no son niños. Dicen que nos hemos sacrificado, pero el sacrificio solo existe cuando una conducta es voluntaria, no cuando viene impuesta por la coacción de un estado de alarma que por momentos ha parecido de excepción o de guerra.

El coronavirus nos ha arrebatado miles de vidas. Pero también la inocencia. Nos ha enseñado que los Gobiernos, llegado el caso, pueden decidir arbitrariamente sobre nuestras vidas y nuestras libertades. Y que nos pueden mantener encerrados cuando los que mandan -democráticamente electos- lo deciden. E incluso cortar, como un jardinero fiel, lo que ellos consideran las "ramas secas" de la sociedad. Es una lección esclarecedora de cómo las democracias se pueden volver totalitarias.