¿Centrarse en el Estado asistencial o proteger el tejido productivo? Ninguna decisión resulta fácil en este colapso porque las opciones, desde que empezó la pandemia, siempre se reducen en todos los frentes al mismo dilema: elegir entre lo malo y lo peor. No existe mayor urgencia ahora mismo que evitar más muertes. Nadie puede cuestionar tampoco que se preste atención a los más castigados por el parón. Pero la economía también es salud. La mejor ayuda social consiste en generar trabajo y riqueza, y repartirlos. Esto pasará. Si para entonces quienes enferman gravemente por desatención son las empresas, y no están recibiendo suficiente auxilio hasta el momento, el país entero fracasará. No es un problema únicamente de dinero sino también de capacidad y gestión.

El triaje es un concepto de los servicios de emergencias que el virus ha familiarizado. Define ese proceso terrible por el cual un médico escoge entre muchas víctimas graves a aquellas que atiende en función de su posibilidad de supervivencia. En su triaje ante esa otra hemorragia que se avecina, la económica, el Gobierno opta por aplicar cuidados paliativos y orillar a los empresarios y los autónomos. Cuando la pesadilla termine, ellos serán también quienes deban de volver a producir y contratar a miles de personas. Corren el riesgo de desangrarse antes de ese momento.

Los impuestos empezaron a cobrarse esta semana como si nada. Las cotizaciones sociales ni se aplazan, ni se perdonan, aunque las sociedades carezcan de ingresos. Los testimonios son unánimes. Los avales no acaban de llegar, perdidos en un fárrago de trámites lentos. A los trabajadores por cuenta propia se les cargan las cuotas. Esa resistencia a dejar de recaudar temporalmente, como han hecho otras haciendas del entorno, revela la fragilidad estructural de las arcas públicas, con un déficit de 32.000 millones, aumentado antes de forma irresponsable, y una deuda de 1,2 billones.

No se puede vivir siempre del dinero prestado. Ni con una clase política hinchada, con nóminas y dietas que ni siquiera ahora recortan, o unas administraciones elefantiásicas y abotargadas. O con planes de inversión que en multimillonarias instituciones canarias no dejan de ser nunca más que garabatos en papeles y folletos que luego se vuelven a redibujar sin ejecutarse una y otra vez por falta de diligencia en la gestión. Y encima, a los de siempre, quienes orillan ser españoles cuando les conviene, ni el dolor los amilana en sus dislates y en la constante exigencia de prebendas. A la mínima saltaron esta semana las mismas comunidades autónomas de siempre a reivindicar lo suyo sin mirar a las necesidades de los demás.

La decisión de "hibernar" la escasa producción isleña que quedaba tras el cero turístico, el cierre de la principal industria local, el corazón económico canario, demuestra una apuesta temeraria. Otra cosa es que, como ocurrió en Canarias, haya habido empresarios y empresarias que han sabido leer en la confusión y emprendieran inmediatamente la tarea de plantear iniciativas para que empresas e instituciones aprovechen este tiempo con el objetivo de que esté todo listo el día después y tratar de encauzar así al menos parte los problemas y aminorar la inseguridad y la desconfianza. Las obras púbicas y privadas serán sin duda nuestra principal locomotora entonces.

El paro sube en España en 302.000 personas. Las regulaciones alcanzan a 1,5 millones de trabajadores. Canarias es la región que más destruye empleo. Ya nadie duda de que el país y la región van a caer de sopetón en una recesión profunda. El principal objetivo: que dure poco. El Ejecutivo central, que en ocasiones da la impresión de estar peleado por colocar una marca ideológica a cada acuerdo, tiene ante sí un reto hercúleo. El escenario exige ya una estrategia de futuro que permita esquivar el golpe. Limitarse a aguardar el impacto e intentar sostenerse sobre la lona nunca será la solución. Y Canarias debe hacer comprender su dramática situación.

La verborrea vacía de algunos vuelve a brotar. Estamos ante otro patógeno muy peligroso, el populismo. Crecido y aumentado seguirá entre nosotros cuando desaparezca el coronavirus. El relato puede enmascarar la realidad, pero jamás transformarla. Los llamamientos de unos y otros a la unidad deben ir más allá de la hueca palabrería para sustanciarse en acuerdos de país que marquen un rumbo claro para emprender el camino del día después.

Hace meses, el paro ya era inaceptable. La educación, deficiente. La burocracia, insoportable. Y la economía, endeble. Había, pues, mucho que cambiar. Sin impulsar desde este instante un nuevo proyecto cohesivo, moderno y reformista, el barco naufragará. Ningún gobierno logrará sacarlo a flote solo. Necesita para la regeneración corresponsabilizar de sus disposiciones a la oposición y a los agentes sociales, incluidos, claro está, esos empresarios a los que se ha vilipendiado.

Vamos a tener que realizar un esfuerzo desmesurado para salir de esta. La entrega de los sanitarios, la abnegación de los encerrados y la solidaridad de la sociedad civil movilizada sigue siendo el gran consuelo y nuestra esperanza.