El jueves fue mi tercer día sin fiebre, he terminado la medicación y el aparatito maldito que mide mi saturación de oxígeno ha vuelto a enseñar cifras aceptables. Los médicos dicen que estoy venciendo al coronavirus. Pero para saberlo son necesarios dos test. En cualquier caso y aunque las fuerzas siguen siendo escasas y el apetito se mantiene oculto (eso en mi caso no es una mala noticia), es un buen momento para contar una experiencia que desgraciadamente afecta a decenas de miles de españoles.

Primeros síntomas. El 13 de marzo, tras salir de trabajar, estaba bastante cansado, pero era viernes de una intensa semana y tampoco resultaba extraño. El sábado comencé el teletrabajo con intensidad, y a la rutina habitual se sumó una tos no demasiado intensa pero sí suficientemente molesta, junto a una sensación de agotamiento muy por encima de lo normal. Mi familia, por suerte, tiene varias de esas personas a las que salimos a aplaudir a la ventana a las ocho de la tarde. Y la fiebre de la noche del domingo 15 de marzo las puso en alerta.

Llamadas. No fue hasta el miércoles 18 cuando el termómetro comenzó a superar desde la mañana los 38 grados. Y muy pronto los 39. Entonces recibí la orden familiar tajante de llamar al teléfono del coronavirus. Y en contra de lo que tanto había escuchado en los días previos, me cogió a la primera una persona encantadora:

-¿Tiene fiebre?

-Sí. Ahora mismo estoy con algo más de 38.

-¿Tose?

-Pues sí. Llevo tosiendo desde el sábado. Y sí, es una tos seca.

-¿Se ahoga?

-Hombre, no. Estoy un poco fatigado, pero no me ahogo.

-Usted no cumple los requisitos de un coronavirus. Por favor, si en algún momento cambia su situación, vuelva a llamar. Y si empeora bastante llame directamente al 061.

Pero la fiebre subía y a media tarde seguía por encima de 39, por lo que mis sanitarios me dijeron que llamase al 061, dejando clara mi sensación de fatiga. Respondieron a mi llamada y a continuación me tuvieron en espera ¡21,5 minutos! Las mismas preguntas. Le expliqué que tenía fatiga, que había aumentado cada día? Y me espetó: "Si usted se estuviese ahogando de verdad no podría mantener esta conversación por teléfono". Fue la única persona en todo este proceso sobre la que no tengo cosas agradables que decir.

El primer test. Dos de mis hijas son enfermeras. Una trabaja en la UCI y otra en planta. Las dos en jornadas de más de 12 horas peleando contra el COVID-19. Así que llamaron a su hospital, preguntaron el precio de un test y hablaron con sus compañeros para que me pudiesen atender. Ya de madrugada, con unas mascarillas que había hecho la 'manitas' de mi mujer, nos metimos en el coche. Nos atendieron enseguida. Y empezaron por lo que los médicos consideraban más urgente: hacer una radiografía de pulmón. Después un análisis de sangre y finalmente el test del coronavirus. El primer resultado fue el más temido: mis dos pulmones estaban ya afectados, sobre todo uno. El diagnóstico era una neumonía bilateral, un cuadro grave típicamente provocado por el dichoso coronavirus. Cogieron un palito con una especie de algodón para frotarme la garganta provocando una buena arcada, y después me introdujeron otro por la nariz hasta hacerme llorar el ojo. Desagradable pero soportable. El test ya estaba hecho.

Positivo confirmado. A última hora de la mañana siguiente me llamaron por teléfono para confirmarme que era positivo. Metí el cargador del móvil en un bolsillo, la cartera en el otro, y de nuevo con mi mujer y mi hija nos fuimos al hospital de la Seguridad Social, el que tenemos más cerca y que consideramos el mejor. Ahí comenzaron 22 horas durísimas, con un malestar importante y sentado en una silla cuadrada y metálica buscando un enchufe para recargar el móvil. Pero de todo ese tiempo interminable no tengo más queja que la funesta resistencia de mi cuerpo, ya extenuado. Además, soy diabético y llevaba desde la tarde anterior sin comer, por lo que empezaban a llegar los sudores fríos, las piernas temblorosas? Pedí algo para tomar, aunque fuese un sobre de azúcar, pero con poco éxito. Y mi mujer y mi hija, que estaban fuera, llamaron a casa a mis hijos para que trajesen un sandwich.

Segundo test. Lo peor de todo fue que de pronto me llamaron a un box y se pusieron a hacerme el test del coronavirus, solo por la nariz. Pero si ya me lo han hecho, si ya he dado positivo, si por eso estoy aquí? A ellos no les constaba y me repitieron la prueba, con todas sus horas de espera. Algo no funcionaba muy bien si a día 19 de marzo en este país no había una base de datos centralizada con todos los positivos en coronavirus.

Cargar la batería. Puede sonar extraño, pero sobre mi nueva vida de aislamiento quiero comenzar por dejar clara una cuestión importantísima: el cargador del móvil. La angustia de los pacientes aislados que ven cómo su móvil se va quedando sin batería y desaparece todo posible contacto con sus seres queridos es durísima. La siguiente lección que me enseñó el personal sanitario es que la mascarilla tengo que ponerla cada vez que alguien entra en la habitación. Y lo más admirable es darse cuenta de que están haciendo su trabajo en unas condiciones precarias, sin rechistar.

Aislamiento. Una vez dentro de la habitación individual, ahora con dos camas, recordé al médico que en la sala de espera nos decía: "No tengan prisa por empezar el aislamiento, se les va a hacer muy, muy largo". Mi compañero de habitación, Félix, es mayor que yo y tenía un "algo" mítico para mí: había sido conductor del Alsa. Y eso en Asturias, en mi infancia, en los primeros años de los 70, con puertos nevados en invierno, era lo más parecido a un superhéroe. Hoy Félix ha salido camino de su casa, ya recuperado, y cuando se despeje toda esta historia espero probar una de sus famosas paellas a la vera del Tajo, en Molina de Aragón.

A seguir en casa. La tarde del domingo me dijo el doctor: "Su situación médica sigue siendo la misma. Pero han cambiado los protocolos y la situación aconseja que, si es posible, y está de acuerdo, pase su aislamiento en casa". Di mi conformidad. Supuse que no había sitio y las camas estaban reservadas para casos más graves. Me explicó que me darían el tratamiento completo hasta fin de mes. Desde entonces, en casa. En mi habitación. Con mi baño. Seis veces cada día, el termómetro, siempre marcando fiebre incluso bajo los efectos del paracetamol. Pero lo peor era ese aparatito de nombre diabólico que podía dictar mi sentencia de vuelta a Urgencias. El pulsioxímetro comenzaba a pitar cuando yo introducía el dedo y sacaba una cifra que nunca era para celebrar. Era el martirio de cada hora de cada día. La diarrea se disparó, tal y como me habían advertido, el agotamiento aun hoy se mantiene, aunque voy mejorando, y las ganas de comer (¡albricias!) aún brillan por su ausencia. Pero el aparatito empezó hace cuatro días a dar alegrías, y la llegada a la cifra mágica, aunque solo fuese un segundo, se cantó en mi casa como un gol del Sporting.

Extrema precaución. A mi alrededor todo hay que hacerlo con sumo cuidado: mis utensilios de comer se van a un barreño con agua y lejía; mi ropa, que cambio cada día, se mete en bolsas para llevar a la lavadora, igual que las sábanas, que hay que lavar por separado y a altas temperaturas. Vivo escondido detrás de una mascarilla y toda mi familia (cinco estamos en casa) hace lo mismo cuando me va a ver desde la puerta. Y la enfermera que vive en casa también se mantiene medio aislada en otra habitación para no contagiarnos. El consejo que hago extensivo a todos es que un espíritu positivo y optimista es una de las mejores medicinas para enfrentarse a esta enfermedad.