Estaban ahí desde siempre pero nadie parecía escucharlos. Apenas se oía ya su canto, si es que se oía, cada vez más amortiguado por acelerones, frenazos, bocinas impacientes por llegar, la barahúnda cotidiana, el paisaje y el paisanaje de la existencia cotidiana.

El enclaustramiento y el silencio sobrevenidos, la catástrofe de ahora, han obrado el extraño prodigio. Han vuelto a escucharse los mirlos madrugadores intercambiándose enigmáticos mensajes o quién sabe qué confidencias; indescifrables diálogos los de estos mirlos mañaneros, un parloteo transido de extraña musicalidad, al que la vorágine de vivir les había puesto sordina.

Inmersos en el torbellino de los afanes diarios, habíamos despreciado y arrinconado la persistente polifonía de la naturaleza, su bullir, ese canto coral a innumerables voces que nos saluda puntualmente cada amanecer y se detiene unos instantes para tomar relevo con el crepúsculo.

Con el toque de queda ciudadano ha retornado ese hervor. Se escuchan de nuevo, sin apenas interferencias ni ruidos perturbadores, la plática temprana de los mirlos, el trino de los pájaros, cloqueos de gallinas y quiquiriquís desafiantes de gallos, lejano ladrar de perros, zureo de palomas, alocadas bandadas de gorriones, la efervescencia de la naturaleza. Y ha tenido que ser ella, la naturaleza, la que nos lo ha restituido de manera dramática, acaso como una admonición, cuando parecían desaparecidos para siempre entre el vértigo.

Un descubrimiento inesperado para muchos, el de un inabarcable patrimonio que habíamos acallado o ignorábamos. Parafraseando una vez más a Salinas, pues viene al caso, ¡Ay, cuántas cosas perdidas /que no se perdieron nunca!

¿Aprenderemos de esta?