De todas las cosas desacertadas que se han dicho estos días hay dos afirmaciones que me molestan particularmente: "este virus nos ha igualado a todos" y "este virus nos ha hecho mejores".

La primera queda bien en los papeles, pero no solo es falsa, es ofensiva: el virus nos afecta por igual, sí, pero no nos iguala en ningún caso. Díganselo a quien, hasta hace nada, tenía que salir a trabajar y regresar luego a un piso de 35 metros sin ventanas a la calle. Díganselo al autónomo que se ha quedado sin cobertura, con todos los encargos cancelados y sin posibilidad de pagar sus impuestos ni tener para pasar el mes.

Díganselo al sanitario que tiene que ir al trabajo como si fuera a la guerra, pero sin chaleco antibalas ni alto el fuego, porque el virus no sabe de armisticios ni de servicios esenciales.

La segunda afirmación, por más que esté llena de buenos deseos, es, igualmente -y me duele decirlo- inexacta:

Los que hasta ayer eran buenos, solidarios, educados, prudentes, sensibles, lo siguen siendo ahora, en mayor medida. No molestan, no hacen propaganda de su generosidad, ayudan, se multiplican y consiguen que una pequeña parte de este caos funcione, que haya días en que a uno le den ganas de revindicarse como humano. De creer. Nada les ha transformado porque la pandemia no es mágica, ni convierte a los mortales en lo que nunca han sido.

En este confinamiento, los malos poetas son malos poetas y los malos cantantes siguen desafinando, solo que ahora tienen mucho más público, un público cautivo en toda la extensión de la palabra.

Hacen su agosto los espías de balcón y celosía, las vecinas huronas y los fiscales de vidas ajenas, amparados en el necesario cumplimiento de las normas y en la protección de la salud. Sigue siendo la suya una suma de maldad y aburrimiento por más que se disfrace, temporalmente, de buena ciudadanía.

El que es sociable echa de menos hasta aquellos con quienes nunca ha cruzado dos palabras. Y quien es de natural huraño vive en un paraíso ficticio, en el que nadie te presiona ni te juzga por no querer salir a tomar el aperitivo diario.

No nos llamemos a engaño: cuando esto pase, tu cuñado va a seguir siendo tu cuñado y la va a liar igual las próximas navidades. Y tu vecina la de arriba, la que martillea de madrugada, va a seguir colgando cuadros y poniendo lavadoras cuando a ella le venga bien. Porque es un hecho que el que antes abusaba de su poder, lo hace ahora argumentando que la situación lo requiere. Los que acariciaban la idea de especular con bienes de primera necesidad han encontrado la excusa perfecta. Se ha redescubierto el estraperlo impune y tan normal todo.

Los influencers, los hiperconectados necesitados de atención, han hallado un filón en las noches, cuando el insomnio, el aburrimiento y las horas muertas son sus mejores aliados. Así que cuadruplican sus performances no sea que, cuando acabe todo, caigan en el olvido. Como si eso fuera posible.

Los que difunden bulos para sembrar el pánico tienen terreno abonado y pista libre. Y los activistas de la conspiranoia no alcanzaron jamás a soñar con tener esta audiencia.

Somos los mismos, sí. Sería un sueño que nos hubiera cambiado este contratiempo mundial. Por eso lo repetimos, para creérnoslo. Porque la promesa de una convivencia más sana, de una súbita conversión, nos ayuda a sobrellevarlo. Pero cuando uno ha pasado crisis personales sabe que, mientras dure la huella del dolor, el recuerdo de lo vivido, mantendremos la ilusión de que podemos ser mejores para, en el momento en que el rastro del desastre se desvanezca y la vida lo atropelle todo, volver a ser los que éramos. Lo que éramos. No mejores. No peores. Los mismos.