Estos días asistimos a un bombardeo de opiniones que intentan convencer a la opinión pública de una idea falaz, la de que no había forma de saber, antes del 8 de marzo, que había que tomar medidas drásticas para detener la epidemia de Covid-19 en España. Esta afirmación no se sostiene en los hechos. Esta situación de confinamiento de toda la población española y la mitad de la mundial era inimaginable para la mayoría de los mortales, pero no lo era en absoluto para las personas mejor informadas ni los científicos, que llevaban alertando desde hace años.

Cualquiera puede ver en Youtube la charla TED que Bill Gates ofreció hace un lustro. En ella explicaba la probabilidad de una pandemia, más cierta que un holocausto nuclear y comparable en peligrosidad a esa hecatombe. Recordemos que Bill Gates lleva más de dos décadas ocupándose de las enfermedades infecciosas a través de la fundación que tiene con su esposa, Melinda. Hace unos días, la investigadora Jeanette Vega alertaba de que el mundo no estaba preparado para una pandemia. "No se hizo nada de lo que propusimos. Advertimos que iba a haber efectos devastadores para la economía", dijo. Este informe se une al de la enfermedad X de la propia OMS en 2018.

No hacía falta imaginarse la irrupción de un virus desconocido como este SARS-CoV-2. Como ha declarado el virólogo del Instituto Louis Pasteur Daniel Scott-Algara, existía un plan internacional de contingencia ante una cepa de la gripe mucho más peligrosa que la estacional, similar a la que segó más de 50 millones de vidas en 1918. Pero no funcionó. Se tenía, además, la experiencia de una anterior epidemia internacional por coronavirus, la del SARS (2002-2003), también iniciada en China: pudo ser controlada tras producir unos 8.000 casos y 765 muertes, la mayoría en China y Hong Kong. En España hubo un solo contagiado, que se recuperó. Esa epidemia, con un coronavirus de una mortalidad del 13%, puso sobre aviso a los países y regiones que más la sufrieron o que la tuvieron cerca, como China, Hong Kong, Taiwán, Singapur, Corea del Sur y Japón. No por casualidad han sido los más diligentes y exitosos con el Covid-19. No hay que olvidar tampoco que China, cuya dictadura ocultó el brote en las primeras semanas -del 17 de noviembre hasta finales de diciembre-, decretó el confinamiento cuando la cifra de muertos apenas alcanzaba la treintena, en un país de 1.400 millones de habitantes.

Si ya en enero la perspectiva de una pandemia era totalmente real para los científicos, a comienzos de marzo ya era un clamor la necesidad de adoptar medidas urgentes, también en España. El epidemiólogo Oriol Mitjà, que el 11 de febrero había realizado unas declaraciones aparentemente tranquilizadoras, trece días después, el 24 de febrero urgía a "esperar lo mejor y estar preparados para lo peor".

Para detallar las medidas que debía tomar entonces -24 de febrero, no lo olvidemos- el Gobierno español, el epidemiólogo catalán se remitía a un documento de la OMS que marcaba tres pautas básicas: vigilancia epidemiológica estricta, planificación sanitaria y comunicación transparente a la población. Ninguna de las tres se llevó a la práctica por parte de un Gobierno que, por boca de su todavía portavoz científico en esta crisis, Fernando Simón, afirmaba el 31 de enero que España "no iba a tener, como mucho, más allá de algún caso diagnosticado". El 27 de febrero, Simón reconocía que en España habría fallecimientos por coronavirus. En realidad, la primera muerte ya había ocurrido 14 días antes, el 13 de febrero en la Comunidad Valenciana, pero no se supo hasta que ese mismo 27 de febrero el Ministerio de Sanidad cambió el criterio de definición de casos y se ordenó realizar un segundo análisis a los fallecidos por neumonía.

El 6 de marzo, el viernes anterior al 8-M, se registraban oficialmente en España 83 casos nuevos, hasta los 430, y 5 fallecimientos, que sumaban un total de 8. Las cifras no se actualizaron en la web del Ministerio de Sanidad hasta el 9 de marzo, pasadas ya las manifestaciones, cuando los casos acumulados eran ya 1.231 y el total de muertes 30. En la próxima Italia, las cifras del 6 de marzo eran de 4.636 casos y 197 muertos, pero no se había establecido ninguna medida de control ni cuarentena sobre la población procedente del país transalpino. El Ministerio de Sanidad animaba a los llegados de Italia a hacer vida normal. Tampoco se ordenó suspender las concentraciones multitudinarias, ni la Liga de fútbol, ni los conciertos, ni el mitin de Vox, porque eso hubiera llevado a prohibir las manifestaciones del 8-M. Seis días después, el 14, se decretó el estado de alarma. Demasiado tarde.

Además de numerosos científicos, no pocos periodistas alertaban del tsunami epidémico que se acercaba. Tenemos un Centro de Epidemiología, dependiente del Ministerio de Ciencia e Innovación -la cartera de Pedro Duque- y vinculado al Instituto de Salud Carlos III, el mismo que gestionó la crisis del ébola en 2014. ¿Alguien puede creer que este organismo permaneció impasible ante la amenaza? ¿No es inevitable sospechar que sus advertencias encallaron en instancias políticas próximas a Moncloa?

Como ha dicho Juan González Armengol, jefe de Urgencias del Hospital San Carlos de Madrid, España no estaba preparada para este colapso, "una catástrofe sanitaria peor que un terremoto". Pero esta falta de previsión no se debió a que se desconociesen las advertencias, ni porque nuestra infraestructura sanitaria estuviera recortada. Ni nuestro sistema de salud pública, uno de los más avanzados, solidarios e inclusivos del mundo, ni el de ningún otro país del planeta es capaz de absorber la avalancha de enfermos de una epidemia que se propaga en progresión geométrica, algo que no se produce ni en una guerra. No estábamos desprotegidos por los supuestos recortes, sino porque España ha desperdiciado el tiempo precioso que nos dieron los ejemplos de China, primero, y de Italia, después.