Hace un rato, mientras leía las últimas páginas de Stoner -la magnífica y triste novela de John Williams-, me han comunicado el fallecimiento de un amigo en Madrid, a las 24 horas de ingresar en el hospital y, muy probablemente, como consecuencia de su apareamiento con Covid-19. Nos habíamos conocido cuando ambos teníamos siete u ocho años, mientras nos preparábamos para el ingreso en el bachillerato. Por lo tanto, hemos compartido parte de nuestro destino durante más de seis décadas, lo que ha llevado a cruzarnos sueños, relatarnos amores inventados y compadecernos de nuestras debilidades. Periodista de éxito en la crónica frívola de la noche madrileña, era un poeta y lo sabía. Un poeta que recibió un solo premio y escribió un único libro de versos, al que tituló -con el acierto de los escritores malditos, de los que gustaba formar parte- La noche en ti bebida, una breve antología de los miles de versos que escribía de madrugada, en las servilletas de los garitos, y regalaba a las mujeres de tobillos finos. En el prólogo, que tuve el ya irrepetible honor de escribir, recordé cómo sus versos surgían de la noche y se alimentaban de un recuerdo del paraíso perdido, en forma de un manojo de rumores que olían a nostalgia, a fatiga carnal y a memoria abrazada de adolescencia, de aquella época remota en que la poesía nos rozaba como un bálsamo curativo en medio del gris de la calle. Poemas en los que los sonidos y su resonancia parecen emerger de ese pozo sin fondo del que bebieron Lorca y Baudelaire, Rimbaud y Vallejo, y que están teñidos de ese mejunje embriagador que hierve la sangre y la memoria de cada ser, condenados como estamos a repetirnos, una y otra vez, y sin descanso, la historia de nuestro amor. La poesía es un conjuro que únicamente surte efecto en instantes inesperados, cuando la palabra alcanza esa altura soñada a la que la vista no llega y solo el delirio la roza sin aliento. Es en esas ocasiones cuando el verso debe decirse en voz alta como única prueba de su pureza, como hacía él en un tono ronco, de tabaco cocido y vino envejecido en barrica de madrugada, con un sabor testicular en el que se mezclaban el grito y el llanto, la angustia y la pereza, hasta llegar a la aceptación de estar grabando la última cinta, puliendo la última rima nocturna, cansados los pulmones por el esfuerzo del último suspiro.

Ahora, transmutado en Ramón Sijé, solo queda recordar cuando confesaba tener celos de las calles por la ausencia de amores inexistentes, y repetir el poema con que cerraba su antología, escrito con casi diez años de anticipación: "Escribirás el último poema/y siempre habrá una mujer/para decirle? es para ti./Tomarás la última copa/y siempre habrá una mujer/para decirle? es por ti./Llorarás el último silencio/y no habrá esa mujer/para decirle? es sin ti". En el último momento, no hubo copa, ni mujer alguna a su lado.