La mayoría de expertos que no supieron apreciar la magnitud de la pandemia en curso habían leído La peste de Albert Camus, así debiera acabar la obsesión por exaltar la capacidad pedagógica de las obras maestras de la literatura. Bien está por tanto que la lectura de la novela que iniciaba un ciclo que no trilogía, junto al ensayo El hombre rebelde y la obra de teatro Los justos, haya recuperado su condición de superventas gracias al coronavirus. De este modo, la población secuestrada podrá determinar retrospectivamente qué aspectos pasaron desapercibidos a los burócratas y epidemiólogos.

Esta constatación de la ceguera ante lo evidente, que solo concede la experiencia, no debe infravalorar el poder destructivo de los libros que cayeron en las manos equivocadas. Una novelilla de H.G. Wells, que tradujo el expeditivo The world set free en un torturado El mundo se liberta, narra la llegada del arma destructora que acabaría con todos los conflictos bélicos o con la humanidad en su conjunto, porque el británico nunca se fijó objetivos modestos. La obra cayó en manos del persuasivo físico húngaro Leo Szilard y los peligros que en ella advirtió le impulsaron a transmitir sus enseñanzas a la mismísima Casa Blanca. En efecto, allí empieza el Proyecto Manhattan, la Bomba, la mítica Hiroshima y la olvidada Nagasaki.

Siempre se desemboca en la Segunda Guerra Mundial, la Ley de Godwin aplicada a las recensiones literarias. Porque la peste que Camus concentra en la villa oranesa de la Argelia donde nació era en realidad una metáfora. No del coronavirus, sino del nazismo, la epidemia marrón.

Por una vez, el descifrado del mecanismo de relojería de una novela corresponde a su autor. La crónica de la epidemia que lleva a cabo (spoiler) el abnegado doctor Bernard Rieux es un trasunto de la puesta a prueba de los mecanismos inmunitarios sociales ante la infiltración del hitlerismo, incluida la mención oblicua a la Resistencia en la que militaron la práctica totalidad de los franceses. El Nobel galo reclamó esta lectura en clave política, casi una década después de la publicación. Se manifestó en una carta abierta en respuesta a Roland Barthes, que negaba la asociación política de la narración.

Es importante fechar La peste, más incluso que ubicarla en la ciudad de Orán, que había sufrido sacudidas microbiológicas en fechas recientes.

Camus escribe la novela en 1947. En efecto, un año antes del 1948 en el que George Orwell invirtió las últimas cifras para fabricar su distopía 1984. Es curioso que dos clásicos de postguerra, escritos en años consecutivos, hayan sido recuperados masivamente tres cuartos de siglo después, como signos premonitorios de Donald Trump y de la epidemia.

Asombra la vocación por retratar por anticipado, tanto al bichejo como al coronavirus, en los años que propulsaron la mayor etapa de progreso colectivo de la humanidad.

La peste fue decisiva para la adjudicación del Nobel que recibirá Camus diez años después de su publicación, con solo 44 de edad y a tres de morir en un accidente de automóvil.

El asunto apenas disfrazado de la novela queda descrito, la tramoya del escritor no desentona del resto de su producción de genial autodidacto. Individuo, individuo y más individuo. En este filósofo, la actitud precede a la actividad, y ese retrato de la voluntad viene definido por la necesidad de "impedir al máximo de personas que murieran, en la separación definitiva".

El autor de La peste ha vuelto a morir este febrero, en la persona de su amigo Jean Daniel. Este periodista resaltaba que "Camus me enseñó a decir que no". La necesidad de negarse, la denuncia de la afirmación como sello de la aceptación de la esclavitud, también figura en la novela rescatada por las multitudes.

El Nobel francés introduce una modalidad antiheroica en su vocación de "luchar y no arrodillarse", un doble infinitivo que podría figurar en cualquiera de sus libros. A continuación, modula el equívoco de que el enfrentamiento con la epidemia deba surgir de principios irrenunciables, de estirpe religiosa y que podrían distorsionarse en la "virtud policial" descrita en El hombre rebelde. El combate al que se veían empujados los protagonistas de la novela "no era una verdad admirable, solo una consecuencia". La lectura de La peste debe complementarse con el impresionante Un enemigo del pueblo de Ibsen, porque el noruego describió a la perfección los argumentos que subyacen a la falsificación grosera de las estadísticas del coronavirus, de nuevo por patriotismo.

El retorno de la novela oranesa conduce a dos incógnitas. Cuántas páginas habrá de leer el ciudadano confinado que no confiado, antes de descubrir que en realidad no busca La peste, sino que persigue al inapreciable Camus. El segundo interrogante obliga a olfatear cuál será el siguiente clásico a desempolvar. Tal vez Robinson Crusoe, un solo ejemplar, manual de uso.