No soy de los que creen que un ministro tenga necesariamente que ser del sector. No creo que sea imprescindible que el ministro de Educación sea docente, el de Justicia, letrado o el de Sanidad médico. Pero en algunos casos puede resultar conveniente algo de experiencia previa. Lo vimos en Canarias con el caso de Teresa Cruz Oval, una diplomada en Trabajo Social, funcionaria de Granadilla, donde, antes de dar el salto a la política insular y luego regional, fue coordinadora de los Servicios Municipales. Ángel Víctor Torres la colocó de consejera de Sanidad, con los resultados conocidos por todos, porque las disposiciones de igualdad del reglamento del Parlamento de Canarias impidieron que se hiciera con la Presidencia de la Cámara.

El caso del ministro de Sanidad, convertido en responsable del operativo para derrotar la pandemia, es bastante parecido. Salvador Illa es filósofo. O quizá no, pero estudió filosofía. Su carrera política, bastante meritoria, comenzó como concejal de la ciudad que le vio nacer, un pueblo de la provincia de Barcelona, y ocho años más tarde se convirtió en alcalde, por defunción del que estaba. Su trayectoria es similar a la de tantos otros: se sacó un máster en dirección de Empresas por Navarra, consiguió un puesto en el departamento de Justicia de la Generalitat, y hasta hizo sus pinitos en el sector privado con una productora audiovisual en la que estuvo poco menos de un año, para acabar siendo fichado por Miquel Iceta en el congreso de noviembre de 2016 como secretario de organización del PSC, partido del que se convirtió en un santiamén en el principal fontanero y negociador. Tras las últimas municipales, logró convencer a Junts per Cataluña para que el PSC se quedara con la Diputación de Barcelona, y después de las segundas elecciones de 2019, negoció con éxito la abstención de Esquerra a la investidura de Sánchez. El premio fue entrar en el Gobierno con cartera.

Salvador Illa es lo que en términos políticos se denomina un 'fontanero', un especialista en resolver conflictos, arreglar situaciones difíciles y negociar acuerdos, sin llamar mucho la atención. Suelen ser personas de perfil bajo, aunque -en la nueva política de Moncloa- algunos de ellos, como Iván Redondo, han llegado a tener un poder extraordinario.

Illa fue nombrado por Sánchez y tomó posesión el 13 de enero. Apenas dos meses después, el presidente declaraba el estado de alarma por el coronavirus, y el ministro se hacía cargo de la que -muy probablemente- pasará a la historia como la mayor emergencia sanitaria de la historia española. Procedería preguntarse si habría sido mejor contar para esta contingencia con alguien con conocimientos específicos sobre medicina y sanidad, organización hospitalaria, alguien que sepa cómo funciona en la práctica el sistema español de Salud, completamente descentralizado, y en el que el ministerio que Illa dirige ha sido despojado sistemáticamente de todas las competencias ejecutivas, que hoy ejercen las regiones. Mi respuesta a esa pregunta es que sí: gestionar una crisis de esta envergadura requiere más bagaje y pedigrí que las probadas habilidades para negociar con el independentismo que ha demostrado recurrentemente el ministro Illa.