Definitivamente ya estamos en cuarentena dentro de nosotros mismos. Mientras caen los aplausos desde los balcones como flores ligeramente ajadas y se hacen amigos e incluso se cuecen pasiones en las redes sociales -toda gran pasión, lean a Flaubert, es fruto de un aburrimiento profundo y sensitivo- en las calles, cada vez más solitarias, la gente ya se rehúye. Es raro que te tropieces con alguien: cada cual, al divisar a un ser humano, se apresura casi siempre a cambiar de acera. A veces con una breve sonrisa, otras con una maniobra casi militar. Los perros, así, no se huelen entre sí, lo que les irrita. A los chuchos también les alcanza el confinamiento.

Es una paradoja curiosa. Por un lado cada vez estamos más hastiados del enclaustramiento; por otro, las terribles noticias que llegan a diario -cuatro días superando los 800 muertos diarios, la certidumbre de llegar en España a los 10.000 fallecidos en las próximas horas, la hecatombe pavorosa que aguarda a Estados Unidos, la expansión de la pandemia por el continente africano- nos lleva a pegarnos cada vez más contra la pared. Desconfiamos más del otro físicamente pero, al mismo tiempo, el confinamiento está propiciando un todavía muy germinal comunitarismo: vecinos que se prestan los perros (¿y por qué no?), que hacen la compra para otros, que preparan una comida al debilitado anciano del segundo, que simplemente suben las cartas al vecino de un sexto sin ascensor, que intercambian algunos productos alimenticios o higiénicos en un trueque que hace cierta gracia y que ojalá siga haciéndola en los próximos meses. Se está templando un cierto sentido de la pertenencia que había desaparecido bajo el descubrimiento de que en mis proximidades (pared con pared) viven personas que viven exactamente mi misma situación. No es únicamente el ritual balconero a última hora de la tarde, sino las conversaciones, cada vez más habituales, entre las ventanas, que muchas veces terminan pasándose el número de teléfono, el correo electrónico o la promesa de verse más tarde en el Facebook. En mi propia calle dos ancianas, cuyo único vínculo hasta anteayer era colarse mutuamente en la cola del supermercado, ahora hablan de ventana a ventana.

-¿Te llamó tu hijo?

-Sí, sí, están todos bien. Es que es funcionario.

-¿Y su marido?

-Acostado. Pero no es el virus, sino las piedras en el riñón?

-Es que este Gobierno?

-Quite quite que me enveneno con lo de este Gobierno?

Porque los enclaustrados que ahora se hablan y dialogan y se ríen entre ventanas y balcones comparten el fastidio, la incertidumbre y el miedo, pero, sobre todo, comparten una desconfianza hastiada y feroz, cada vez menos contenida y razonada, hacia las autoridades públicas en general y, sobre todo, hacia el Gobierno presidido por Pedro Sánchez en particular. Es una desconfianza hocicuda que trasciende incluso las simpatías partidistas, una desconfianza que pasa rápidamente del escepticismo obediente a la fobia asqueada, una desconfianza creciente que rebota en cada casa, en cada apartamento, en cada edificio. Y ese comunitarismo del miedo y la indignación no va a admitir cualquier canallada darwinista cuando baje a la calle.