Pedro Sánchez nos pidió hace una semana que teníamos que llegar a la jornada de hoy con el ánimo alto. El encargo no ha sido sencillo, pero aquí estamos; aguardando una bocanada de esperanza que justifique los esfuerzos morales y sentimentales que está realizando una sociedad ejemplar -salvo algún que otro machango de pecho inflado que presume de sus heroicidades a través de las redes sociales- herida por el Covid-19. Este confinamiento me está enseñando el valor real de un abrazo, el cariño que explota en un beso, la desvergüenza que hay que tener para repetir todas las veces que me apetezca un par de palabras: "Te quiero"...

Esta lucha la ganamos, pero hasta que llegue ese día debemos entrenar nuestras cabezas como si estuviéramos preparando la maratón emocional más importante que vamos a correr en vida. Desconozco si estamos cerca del muro -ese mazazo que los runners sentimos en el kilómetro 37 que te deja al borde de la rendición-, pero la meta esta ahí delante. ¿Dos, cuatro, seis semanas? No lo sé. Es más, creo que ni el más sabio de todos los sabios -admiro la serenidad que destila Fernando Simón en cada una de sus apariciones- es capaz de adivinar a día de hoy si el desánimo que se ha instalado en el mundo quedará reducido a cenizas antes del próximo verano.

La factura que nos dejará el coronavirus va a ser elevada, pero me preocupa que no aparezca esa vacuna que todo el mundo dice tener ya (con la boca pequeña) y que nadie acaba de presentar. También me entristece escuchar y leer los renglones de soledad que anuncian otra defunción en una residencia de mayores. No hay nada más doloroso que sentir que la persona que has amado se marcha sin avisar; lejos de cualquier atadura sanguínea que haga más llevadero cerrar el complejo ciclo de la vida. Este virus mata, pero a los que permanecemos vivos nos está humanizando a pasos agigantados. No se rindan. No se sientan mal si se les humedecen los ojos viendo a través de un televisor a un desconocido abandonando a un familiar contagiado a las puertas de un hospital o el continuo transitar de coches fúnebres que no cesan de descargar cadáveres en una morgue improvisada.

Desconozco si existe una venganza invisible agitando esta pesadilla (prefiero descartar por el momento que esto sea obra de los humanos ) o si estamos pagando algo que otros hicieron mal... Prefiero creer que esto se nos ha ido de las manos y que ya nada volverá a ser igual que hace unos meses. Seguimos siendo tan vulnerables como siempre, pero hasta ahora no hemos aprendido a aceptar que un problema que madura lejos de ti se puede colar en el salón de casa en cuestión de horas. A pesar de las cosas negativas que nos va a dejar esta pandemia -la mayoría seguirán vivas durante años-, hay razones para el optimismo: solo es necesario buscarlas en la mirada de la persona que esta tarde aplaudirá desde el balcón de la acera de enfrente. Si aceptamos que no somos los dueños del mundo, que la fragilidad humana no es un cuento chino y que los héroes de verdad existen -no hay palabras de agradecimiento para los sanitarios-, nos costará superar este drama, pero saldremos adelante. ¡Volveremos a reír, seguro!