Nuestra vivienda se halla frente por frente en una callejuela recoleta del primitivo emplazamiento de la ciudad cuando no era siquiera villa y comenzaba a crecer con anárquica libertad. Ignorábamos su nombre y a qué labores se dedicaba. Sólo el "buenos días" o "buenas tardes", las contadas veces que nos cruzábamos.

Ayer nos envió un lacónico mensaje: "Soy vecina de ustedes, no tenemos ninguna relación cercana, pero les ofrezco mi ayuda para lo que les pueda hacer falta; lo que sea. Tengo conocimientos sanitarios porque soy enfermera. No duden en llamarme. También cualquier otra persona que lo necesite".

En mi ya larga existencia, muy pocas veces me había llegado un testimonio tan hermoso y abierto de solidaridad humana. Ahora sé que se llama Julia y que, de igual forma que innumerables colegas, está entregada en cuerpo y alma a aliviar el dolor, conjugar lágrimas, serenar ánimos y paliar el sufrimiento de quién sabe cuántos enfermos en estas horas dramáticas que a todos nos acongojan.

Ahora sé también que aunque acabará la jornada diaria extenuada, igual que los sanitarios que están cumpliéndola con ejemplar dedicación, le sobrarán ánimos, como a tantos otros, para ofrecerles de forma altruista su auxilio a quienes puedan demandárselo. Y, asimismo, que, como todos ellos, posee un corazón inmenso.

Dedicado a lo largo de mi existencia, con mayor o menor fortuna, a amalgamar palabras desde vertientes bien dispares, he aprendido de ese empeño que hay alguna que cuantos menos aderezos la acompañen mejor exprimen y transmiten su esencia, no digamos si es en momentos de tribulación, y que hay una que, solo desnuda y limpia de cualquier adherencia, expresa de manera cabal el estado de ánimo de quien se aferra a ella; es la palabra con la que este viejo periodista quiere agradecerle a esta enfermera su inabarcable generosidad: gracias.