Parece que de repente estemos viviendo la vida de otra persona. Quédate en casa, nos dicen, no estamos pidiendo nada tan difícil. Depende, pues las peores ideas y recuerdos a veces circulan sin restricciones es difícil pensar en cómo te sientes cuando se pasan las horas, los días, y hace tanto que no te has mirado en el espejo; eres la pieza principal de un engranaje tan simple como frágil. Un microcosmos sin nada de particular. Igual se te están borrando los contornos y no te has dado cuenta. Buscas en los afectos y en los referentes ajenos para averiguar cómo se sobrelleva esta situación inédita.

Una amiga acostumbrada a poner perspectiva, a meditar y a reconstruirse después de cada cataclismo me escribe que no se hace a la idea de que esto esté pasando, que cree estar viviendo la vida de otra persona. Entonces me viene a la mente el recuerdo de cuando, siendo una cría, leí por primera vez El diario de Ana Frank. El impacto aún me dura. Por mucho que el confinamiento que estamos viviendo nosotros ahora, con todas las comodidades, un exceso de comunicaciones y fecha de finalización, sin una amenaza violenta de nuestra integridad similar al nazismo, no sea comparable con el de la familia de la pequeña niña judía, identifico con claridad las sensaciones que transmitía el libro: la incertidumbre, el aislamiento, la adaptación a la reclusión, el afán por aprovechar cada pequeño momento feliz, la monotonía, el temor, la solidaridad de algunos, la falta de espacio. Recuerdo que leer las rutinas de Ana Frank en su escondite, y saber que ser tan valiente no la iba a salvar, me provocaba un malestar físico que hizo que mi madre me amenazara con quitármelo al verme tan angustiada. Quédate en casa, que cuesta poco, nos dicen estos días. Depende de las ideas que te visiten, pues a veces las peores circulan sin restricciones.

Otra de mis amigas me dice que desde el viernes ha vuelto mentalmente al caserío vasco donde nació y se crió, al margen del mundo, sin teléfono, sin visitas y con el único contacto de su familia. Temía el momento en el que, al acabar el curso escolar, debía retornar a su encierro en campo abierto, todo el verano en soledad y dependiendo de la voluntad de otros para bajar al pueblo y ver gente. No era dueña de su tiempo, ni de sus pasos. En cuanto pudo dijo adiós a todo eso, pero estos días le ha vuelto a visitar la desazón de días sin fin, de estar de repente fuera de lugar.

Desde la caja de un supermercado, mi amiga de la infancia me asegura que está asistiendo a una distopía en capítulos. Los primeros días tremendos, con los clientes presas del pánico acaparando víveres y comportándose con grosería con el personal que doblaba turnos para reponer, le resultaron incluso tolerables. Relata que desde el lunes, con las estanterías llenas y algo de tranquilidad porque conocemos que también esto pasará, la gente está silenciosa y descolorida, desanimada. Te contagian su miedo, afirma, y le reconozco que no es lo mismo estar como ella al pie del cañón, sosteniendo la escasa normalidad que nos han dejado, que en casa, enviando y recibiendo mensajes alentadores por teléfono. Todo suma, dice, y me cuenta que el sábado, cuando salía de turno a las diez de la noche y caminaba por la calle vacía, de repente estallaron los aplausos para los sanitarios desde los balcones y sintió, por primera vez en muchos días, una punzada de alegría.