El miedo nos disciplina: recios soldados del canguelo. En la puerta de mi supermercado han puesto unas tiras verdes en el suelo para guardar la distancia de un metro y medio de seguridad entre cliente y cliente. Un amigo me comenta en tuiter que en la calle Álvarez de Lugo, en la cola de otro supermercado, se derrumbó un hombre de edad madura fulminado por un infarto. Al instante acudió un securita teléfono en mano y los cuatro o cinco clientes más próximos auxiliaron al enfermo con gestos acartonados. El resto de la cola no se movió de sitio. Algunos se taparon la boca o casi se dieron la vuelta. A los pocos minutos llegó la ambulancia. "Era impresionante la expresión de cansancio de los sanitarios que intervinieron", me comenta otro amigo, "me pareció ver las ojeras por debajo de las mascarillas". A los tres minutos todo se había olvidado. Detesto ir a los supermercados. Detesto las colas. Detesto este miedo que se nos ha pegado como un sucio moco al cuerpo y que se coagulará y nos acompañará durante semanas, meses, años. Detesto a los apocalípticos que ya avanzan recetas para cocinar con sabrosa imaginación el hígado de nuestro vecino y a los que creen que esto es una oportunidad única para propiciar nuestro crecimiento interior. Detesto la pesadilla provinciana de la esperanza murguera y la desesperación letrada.

El chucho no detesta nada. Todo lo más que no le deje olisquear el trasero de una perra vecina. En las reglas de comportamiento de antaño -hace un par de semanas, un par de milenios- los dueños de los peludos, al encontrarse casualmente, deberían permitir a sus mascotas olisquearse a gusto. Ahora no. Ahora nos cambiamos de calle o de acera para evitar que un contacto olfativo entre nuestros perros nos lleve a toser o a ser tosidos a una distancia imprudente y a infectarnos. De modo que mi perro ya no se trata con otros, como su dueño. Le lleno el plato con su espantoso afrecho y ojeo las noticias. Son horribles, por supuesto, pero lo peor de todo no es los cientos de muertos diarios, obviamente porque no estoy entre ellos, sino el suicidio de Europa, del proyecto europeo, en vivo y en directo. La UE no sobrevivirá a su propia necedad. Después de diez días con diez horas de lectura diaria sobre la previsible destrucción económica y social de la pandemia en los próximos tres meses he llegado a una convicción: después de la lucha sanitaria y científica contra el virus, la medida más importante para salvar el pulso económico, acciones y programas fiscales aparte, es la asignación de una renta básica universal. En Canarias 500 euros mensuales para cada familia -perciban lo que perciban- tendría un coste de unos 45 millones de euros mensuales. Más de 600 millones en un año. Con el apoyo de la UE es posible universalizar esa medida en todos los estados miembros y sus regiones durante un año para no hundirnos en la hecatombe de la parálisis económica.

Por la noche me concedo una tregua informativa, pero es imposible: han destituido a Teresa Cruz como consejera de Sanidad. De inmediato, por supuesto, los adalides de la lucidez propia y ajena adivinan que es una conspiración para fortalecer la posición y los beneficios de la sanidad privada en Canarias. La sociedad privada -como la pública- está a punto de arruinarse. Precisamente ahora, con el horizonte de beneficios que se otean en el horizonte, sacuden ese espantajo. Es agotadora la bobería de la gente. Y a veces también me parece una irresponsabilidad petulante e intoxicada de narcicismo.