Verán, la política (democrática) tiene algo de lujo social. En particular esa maravillosa estructura rizomática que se llama sistema de partidos. En los últimos días se han criticado como cobarde extravagancia las colas en los supermercados; yo no me siento muy inclinado a la crítica. Nadie puede dudar -nos dicen- de la insistencia de las autoridades públicas en que el suministro de alimentos está garantizado. Pero intuitivamente la gente desconfía, y esa desconfianza no es del todo irracional. Una empresa de supermercado, al igual que una tienda de barrio, es simplemente un distribuidor. Más del 40% de los productos de los supermercados que operan en Canarias son importados. Casi la mitad de la carne que comemos procede de Latinoamérica. Se puede garantizar el suministro de alimentos siempre que las cadenas de distribución no se rompan o no comiencen a cerrar total o parcialmente los centros productores. ¿Existen problemas a corto plazo? Por supuesto que no. ¿Y dentro de tres meses? Bueno, eso ya lo veremos.

Los líderes políticos -y los partidos burocratizados- pasaron de transformadores o conservadores del sistema social a simples gestores de la misma para terminar siendo propagandistas de minúsculas -aunque no siempre desdeñables- diferencias. Allá arriba, donde los colocaba el voto popular, patrimonializaban la administración, repartían cargos y canonjías e intercambiaban cromos. Y la misma intuición sobre las garantías de suministro la aplica el ciudadano sobre los políticos y sus trapisondas y mejunjes, así estén dentro de la estricta legalidad. La gente del común, empresarios y trabajadores, sostiene la actividad económica con su trabajo diario y el Estado -con su autoridad, sus recursos técnicos, su organización y sus profesionales- son el soporte de la gestión. A muchos la llamada clase política se les antoja una aristocracia voraz, trapisondista, petulante y prescindible.

La propaganda incesante -ante, durante y después de las campañas electorales- puede sortear ese difuso pero persistente malestar, aunque los políticos profesionales, como penúltima voltereta de distracción, han encontrado en el enfrentamiento liquidacionista y la polarización feroz su nuevo modus vivendi. Pero algo ocurre cuando la gente teme quedarse sin comida.

Cuando pierden su empleo en 24 horas. Cuando se les mueren abuelos, padres, hermanos, hijos. En concreto los muertos -en nuestras sociedades de sanidad pública universal y anhelos mesocráticos- son muy duros de tragar. Los muertos -cuando comienzan a ser cientos y pronto serán miles- atascan cualquier maquinaria de propaganda y terminan destartalándola. Como la propaganda se convierte en chatarrería inservible vuelve la política, es decir, el debate de los miembros de la polis como espacio que demanda su soberanía. Los responsables públicos ya no tienen pared donde pegar las nalgas ni espacio para retroceder y escabullirse cinco minutos más. Hace un año podrías nombrar a cualquiera para hacerse cargo de una Consejería de Sanidad. Pero la realidad ha actuado fulminantemente y ya son irrelevantes las palabras, las cuotas y los pretextos.

Ayer comenzó a llover con fuerza en las islas. Mi perro se mojaba. En un balcón alguien había colgado una pequeña pancarta: "9: No los olvidaremos". Por primera vez se me humedecieron los ojos y el chucho comenzó a gemir bajo la lluvia. Se sentía perdido e inerme. Yo también.