En la vida, pocas cosas ocurren por casualidad. Algunas nos impulsan hacia delante o nos sujetan con mano firme. Otras ponen una red bajo nosotros; cuando no, nos ayudan a salir del pozo en el que hemos caído. Pero siempre hay alguien en mejor posición, con mayor disposición, o que aprovecha la oportunidad, para traer a su lado próspero a quien necesita ser ayudado.

Es posible que esta crisis sanitaria nos devuelva al kilómetro cero de la crisis del 2008 pese a que no es la causa fundamental con que ha aparecido en nuestras vidas. Tampoco es la primera vez que nos enfrentamos ante esta situación. Ni será la última.

La diferencia estriba en la forma en que afrontamos la situación. Bien dejando al libre albedrío la solución, bien utilizando los elementos de cohesión que nos brinda la economía de mercado y la intervención eficaz del presupuesto y políticas públicas.

También es cierto que un poco, o un mucho, de solidaridad internacional, junto con una rebaja de varios puntos en el orgullo patrio, harían más llevadera esta fragilidad económica y de ideas con que nos enfrentamos al monstruo de siete cabezas.

Queremos vivir de las rentas de una oportuna inversión (laboral, financiera, inmobiliaria o intelectual) que realizamos en el pasado y no olvidamos de lo que nos costó conseguir aquellos recursos previos.

Pero también existen las personas necesitadas, las que han tenido mala suerte y las que, tras un proceso destructivo, no afrontan esta crisis en su mejor momento financiero o de ánimos.

Y no paro de alabar la capacidad de adaptación del ser humano o la máxima de Schumpeter, que venía a decir que de la destrucción creativa brotan los mimbres de un futuro más fuerte y de una esperanza fundamentada. O la de Keynes sobre la importancia del Estado como benefactor y cohesionador de la sociedad.

Pero, claro, para ello hacen falta buenos cimientos presupuestarios, anímicos y motivacionales.