Los gobiernos son como los elefantes: se mueven de forma poderosa, pero con una extremada lentitud que algunos confunden con la cautela, cuando en realidad es mastodóntica torpeza. Le pasó a Rodríguez Zapatero, que estuvo negando la crisis hasta que se le presentó en su casa a la hora de cenar. Y le ha pasado a casi todos los líderes mundiales, a los que el Covid-19 ha cogido desprevenidos. Sólo hace falta recordar, con cierto rubor, los mensajes que nos transmitieron los expertos y gobiernos al comienzo de esta pandemia, quitándole importancia al nuevo coronavirus y comparándolo con una especie de gripe común. Leerlos o escucharlos hoy produce bochorno.

¿Por qué no la vimos venir? Fácil. Veníamos moscas de aquella alerta mundial sobre la gripe A que lanzó la Organización Mundial de la Salud, que provocó la compra de millones de vacunas y que, aparte de hacer más rico a algún laboratorio farmacéutico, no sirvieron para nada. Nos dieron un susto que acabó siendo una falsa alarma. Así que cuando esta vez la OMS emitió otro aviso, nos comportamos como si fuera Pedro gritando que venía el lobo. O sea, no hicimos ni puñetero caso. Pero esta vez sí que vino

El decreto de medidas urgentes que ha lanzado el Gobierno español es un paso de elefante: pesado, lento y de corto alcance. Hay miles de millones destinado a avalar créditos. No está mal. Pero la intervención social contra presupuestos será el pago a los nuevos parados y trescientos millones de un fondo social extraordinario que le han dado a Pablo Iglesias para que juegue a las casitas. Todo lo demás no es que no sea importante, pero afecta a la macroeconomía.

Con lo que se ha propuesto hasta ahora no vamos ni de aquí a la esquina. El músculo del sector productivo, a excepción de la cadena alimentaria, se está necrosando. Y el periodo de parálisis se va a extender mucho más de lo que se pensaba inicialmente. Millones de trabajadores se van a quedar sin salario y vivirán de las ayudas oficiales. Y miles de pequeñas empresas y autónomos quebrarán, porque no podrán aguantar el cese de actividad.

Algunos están viendo señales preocupantes (eliminación temporal de derechos ciudadanos, el ejército y la policía desplegados, militares dando ruedas de prensa, las requisas y conatos de nacionalización...) de una tentación totalitaria. "Esto se parece a Venezuela", ha dicho alguno muy preocupado. Es verdad que las grandes crisis son oportunidades para los extremistas: por cierto, también para los de derechas. Pero esta es una crisis global, que afectará por igual a todo el mundo. Somos un país europeo y los sueños húmedos de los revolucionarios de salón no tienen grandes perspectivas.

El futuro que nos espera a la vuelta de coronavirus será distinto. Viajar entre países será mucho más complicado de lo que era antes. Estaremos, durante un tiempo, sometidos a controles y exclusiones por zonas de riesgo. Se endurecerán las medidas contra la emigración, porque el virus será contenido en algunos sitios pero no en otros. Y habrá un profundo hundimiento del comercio internacional y de los intercambios económicos. O sea, pobreza y depresión.

Esta no es una guerra civil, es la tercera guerra mundial. Casi lo ha dicho así la ONU. El Banco Central Europeo lo ha entendido y ha salido a responder por la deuda pública de los países de la zona euro con 750.000 millones de euros. Y hasta la Unión Europea parece dispuesta a olvidarse del control del gasto para poder afrontar la crisis económica que se avecina: saben que habrá que enterrar miles de millones en la supervivencia.

Ahora solo hace falta que lo entiendan en Madrid. El Gobierno está llegando tarde también a la crisis económica, igual que le pasó con la sanitaria. Medidas extraordinarias y excepcionales, sin precedentes en nuestra historia, tendrían que estar ya en marcha. Y no lo están. Si no envía ayuda financiera urgente los territorios más afectados, como Canarias, no nos matará el virus, sino el hambre.