No resulta fácil ni grato opinar sobre la tragedia mundial que nos azota, una realidad a la que debemos enfrentarnos con mente fría y ágil, buscando soluciones y alternativas inteligentes, y el pueblo canario lo está consiguiendo, con muchas dosis de responsabilidad y buen humor, haciendo más llevadera esta pandemia que nos ha cogido desprevenidos, con más de 220.000 enfermos en el mundo, unos 10.000 fallecidos, pero también 85.000 curados.

En la mañana del primer día de "quédate en casa", acostumbrado a trabajar, caminar, nadar, escribir, leer o meditar contemplando el horizonte, la soledad y el silencio casi sepulcral me impactaron y abrumaron. Pero me dije, ¡no!, voy a hacer en mi casa labores sencillas que siempre deseé y no pude, como ordenar documentos, recuerdos y fotos, aprender a cocinar o hacer una limpieza muy a fondo.

Y he chateado con amigos y amigas con más tiempo y tranquilidad, y con mis hijos, hermanos y primos hemos recuperado vivencias, fotos y anécdotas de la infancia, juventud y tiempos lejanos que han vuelto a mi retina, viendo con más claridad que somos frágiles, que no vamos a vivir siempre, que muchos familiares muy queridos se han ido, que irnos con ellos es una cita que todos tenemos pendiente, y en este aislamiento que tanto nos cuesta estamos viendo que lo más importante es la salud y la familia, añoramos el tiempo que a ésta hemos restado inmersos en la lucha por estudiar, trabajar, progresar, alcanzar poder, absortos y ciegos muchas veces, con aciertos y errores, reincidiendo en unos y otros, tropezando en ocasiones con la misma piedra, la que la vida, los demás, o nosotros mismos, ponemos en el camino, y quienes viven solos conversan con más profundidad con ellos mismos, y hasta nos preocupamos más por nuestros vecinos porque los queremos sanos para que nuestras vidas no corran peligro.

Nos enteramos angustiados de las escalofriantes cifras de infectados, enfermos y fallecidos por el fatídico bicho del que no sabemos casi nada, y, sin llamarlo, cómo y por qué ha venido. Y ahora tenemos tiempo para oír el canto de los pájaros que se acercan a nuestro balcón, y en él coger un poco de sol, y para conversar, a pesar de la distancia, con el vecino que apenas saludábamos en el ascensor, y los padres juegan mucho más con los hijos pequeños y les hacen cuentos como antaño, y los hijos que pueden prestan más atención y ternura a sus padres ancianos, y hasta muchas parejas se escuchan más y planifican el futuro para el día después que nos devuelva la normalidad

Surge el buen humor, los chistes, las ocurrencias simpáticas y la imaginación invaden las redes, y hacemos cosas que nunca nos pasaron por la mente, y yo, que jamás hice pilates, recibo clases por la tarde siguiendo una monitora por el móvil, y en muchos barrios, desde los balcones, los vecinos, con los músicos, cantan y bailan como nunca, y a las siete, todas las tardes pendientes de aplaudir con todas nuestras fuerzas a los profesionales sanitarios que se juegan la vida para cuidar la nuestra.

Ahora podemos desayunar despacio, cantando, saboreando el olor del café, disminuyendo el egoísmo, superando discrepancias y tendiendo nuevos puentes, perdonando, y si bien es cierto que en los grupos de WhatsApp se discute, se señalan culpables y se exigen responsabilidades, también acercamos posturas y soluciones comunes, porque no queda otra que unirnos ante un enemigo que no diferencia ricos y pobres, negros y blancos, ese virus que sale hambriento a morder y apoderarse de las calles inmersas en la soledad y el silencio, que entre todos estamos combatiendo con el enorme sacrificio que supone aislarnos, como nunca, entre las paredes de nuestras casas, y así venceremos una plaga que la exterminamos o acaba con nosotros.

Un virus que dicen escapó de un animal salvaje chino, y, sin embargo, donde más mata es en Italia y en las residencias de mayores, que cierra hoteles, carreteras, puertos y aeropuertos, pero que ojalá no encierre nuestra mente en nosotros mismos.