Mi madre ha decidido combatir el coronavirus con el disparate.

Niña de posguerra, hija como es de una superviviente, de la mujer que, fregando suelos de día, puso un cafetín desde el que alimentaba cada noche a las almas ateridas, en vista de que no puede ayudar de otro modo, se ha dado a la broma macabra y surrealista.

Nuestro confinamiento es total.

Mi madre es paciente de riesgo, de mucho riesgo, así que nos hablamos por whatsapp (guasat en el idiolecto que ha desarrollado estos días) y, cuando estamos muy aburridas, nos lanzamos a chillar en las puertas de nuestras habitaciones como si estuviéramos lavando en el barranco y nos habláramos de un lado a otro de la corriente.

Hacemos la comida por turnos, vestidas de astronauta, desinfectante en mano, mientras soltamos recomendaciones absurdas pero muy útiles para mantener el ánimo en tiempos oscuros. Y nos dejamos carteles indispensables en los espacios comunes:

"Cuidado con tocar mi pan o atente a las consecuencias". "Como desaparezcan esas galletas te corto las manos".

Efectivamente, el encierro da mucha hambre.

El día uno los mensajes que nos enviábamos de cuarto a cuarto parecían normales. "Es importante que no salgas de la habitación, madre, sé consciente, por favor, mantén la distancia de seguridad". "Bebe mucha agua, hija, es muy bueno y, además, adelgaza". "Está lloviendo. No sé si es bueno o malo pero ahí lo dejo".

Con las primeras medidas que anunciaron las autoridades salió la vena del disparate y mi madre propuso raptar al perro de uno de los vecinos para pasearlo y coger, así, aire, o, en su defecto, secuestrar al vecino mismo "que puede pasar perfectamente por una tortuguita con la rebeca puesta por la cabeza". Luego, desesperada por el confinamiento, comenzó a idear fugas a través de la azotea y vestida de camuflaje.

Los días de en medio se me han borrado, pero no puedo olvidar que la cuarta jornada se me ocurrió comentar en el chat común que la luz de mi habitación, al apagarla, parpadeaba sin parar. Y que solo sucedía de noche.

—Eso es morse— dijo mi hermana sin pensarlo.

—Eso es tu padre— dijo mi madre, tajante. —Cuando, antes de todo esto, salía los fines de semana con mis amigas me paraba delante de su foto y le decía: "vuelvo enseguida, ¿sí?, no te preocupes". Y no le gustaba. Me rugía.

—¿Te rugía?

—Me rugía. No le gustaba nada.

En esta atmósfera irreal en la que vivimos damos por bueno que mi padre, que perdió la capacidad de comunicarse casi desde el principio de su demencia y estuvo así quince años, hasta que murió, esté desesperado por hablar y envíe señales con la lámpara. Seis noches lleva haciéndolo. En buena lógica, nos parece completamente normal que se enfadara y protestara a rugido limpio si mi madre salía los domingos y lo dejaba solo durante horas.

Lo bueno de estar así de locas es que, justo en estos momentos, no hay nadie ahí fuera más cuerdo que nosotras que sea capaz de juzgarnos.

Así que aquí seguimos. Hoy ha dicho mi madre que está aprendiendo a perrear y la vemos moverse en la puerta del cuarto como si la hubieran poseído los demonios.

Ha anunciado, después, que ya se ha leído todo lo legible y que solo piensa usar el móvil para mantenerse conectada al mundo. Que si podemos ver Sálvame ('Sálvense' en nuestro idioma de cuarentena) y contarle lo más relevante, estupendo, porque ella no piensa encender la tele.

Lo único que me mantiene un poco anclada al sentido lúdico de la vida, al maravilloso absurdo que es la existencia, es la risa de mi madre al fondo del pasillo. Ojalá oírla siempre.