Tengo fama -según me cuentan- de ser persona siempre alegre y desenfadada. Que estoy todo el día de broma, zumbón y dicharachero, dándoseme todo una higa, escribiendo estas pildoritas o los sermones de otros miércoles, haya o no haya coronavirus, pongamos por caso. Sin embargo, no me tengo por tal: qué diferencia entre la percepción propia y ajena. Me indigna y cabrea ni se imaginan ustedes cuánto la mezquina jeta egoísta, la sinvergonzonería insolidaria de quienes desoyen con agresiva desfachatez las indicaciones de los expertos, la macarra burricie que desprecia un posible colapso de la sanidad pública. Y me uno entusiasta a la cerrada ovación en pro de quienes luchan a brazo partido y turnos interminables en contra del Covid-19. Advierto: el detestable incivismo de los primeros no me va a quitar el humor al escribir, pues el agotador heroísmo de los segundos merece el alivio de una sonrisa si pudiera, ay, proporcionársela. Trato de seguir lo que aprendí en Voltaire: "Marchad siempre bromeando por el camino de la verdad".

Y luego dicen que la escuela no sirve para nada, que los niños no prestan atención. Estos días en que no la hay cuántas familias caerán de la burra. Uno de mis nietos (siete años) grita agitado en la alta noche, producto de una pesadilla. Sus padres se levantan prestos y prontos, acuden a la habitación del guaje, ven que tiene sus ojitos cerrados: que está dormido, vaya. Aun así, deciden cambiarlo de postura por si tornan los malos sueños. De modo que mi yerno lo toma por los sobacos (uy, perdón: por las axilas, que hay que ser finolis), lo eleva y recuesta sobre un lado. En ese momento, se despierta y mira con enojo a sus papás. Pero en lugar de acudir a una frase hecha o a algo que haya oído en casa (qué sé yo: "¡Dejadme dormir!", por ejemplo), protesta enojadísimo, por haberlo desvelado, con la frase admonitoria que tantas veces oyó soltar en clase a los profes fuera de sí: "¡Cómo os lo tendré que decir!".

Habrá ocurrido desde la noche de los tiempos, seguro. El mundo siempre ha estado de los nervios y sobresaltado. Quizá sea característica de nuestra condición humanoide. Pero la otra mañana -leyendo el desquicie alarmista que nos acosa desde tantos medios, encantados de aterrorizarnos y enriqueciéndose con ello- me vino a la mente una vieja frase llena de gracia y desesperación que el escritor Jorge Luis Borges escuchó un día a su padre tras verlo entrar en casa de muy mal humor y arrojar su maletín con furia contra un sofá: "Es tan raro este mundo que todo es posible". Y concluyó: "¡Hasta la Santísima Trinidad!".

Veo desde la ventana a quienes pasean por el Muro a su aire, muy dispuestos a discutir con la primera autoridad uniformada que les recrimine su caradura ofensiva hacia quienes guardamos retiro. Reconozco a uno -grande y contumaz pelmazo- que suele asaltarme con el tan temido "A ti que te gusta leer: ¿no tendrás un libro que me dejes y sea bueno?". En casos semejantes, pongo siempre en práctica la divertida advertencia que en su momento escribió el muy controvertido Anatole France, premio Nobel de Literatura en 1921: "Nunca prestes libros: nadie los devuelve. Los únicos libros que yo tengo en mi biblioteca son libros que me han prestado". Era casi lo mismo que me aconsejaba mi amigo Emilio Marcos Vallaure, cuando allá por los principios de los 80 del XX trabajamos en la entonces llamada Consejería de Cultura y Deportes del Consejo Regional de Asturias. Aunque nunca supe el autor de la cita, recuerdo vivamente la exclamación perentoria de Emilio: "¡Libro prestado: o perdido o estropeado!".

Qué pecado este de la soberbia, qué barbaridad la multitud de sabelotodos. Recuerdo aquella frase que se le atribuye a Albert Einstein: "Todos somos muy ignorantes. Lo que ocurre es que no todos ignoramos las mismas cosas".