Como he dormido mal leo por segunda vez una columna en un gran periódico nacional. Quizá no la he entendido. Pero sí. La escribe una señora que, según un juicio general, modela una prosa espléndida, y concluye afirmando, enternecidamente, que sabe que en el futuro sufrirá una dulce nostalgia por estos días de reclusión. El perro, que lleva más de una hora exigiendo salir con todos sus trucos se me enrosca en los pies, pero ni siquiera eso consigue dulcificarme. La semana terminará con mil muertos en España, los viejos están inundados por la pesadumbre o calados por el miedo, el país se asoma a una recesión que generará un sufrimiento social terrible, pero la columnista madrileña sabe que rememorará estos días con una sonrisa porque pudo pasar algunas horas con sus hijas. Un regalo. Sí, lo llama un regalo. Por primera vez me felicito de tener al peludo para poder salir a la calle. Le pongo la correa al chucho, bajamos a la calle y bajo una ligera llovizna cojo un poco de aire.

Estamos empapados de narcisismo hasta la médula de los huesos. Un narcisismo infantiloide, idiota, perpetuamente autosatisfecho. "El sentimentalismo", dijo Wallace Stevens, "es siempre un fracaso de los sentimientos". La tendencia a transformar cuatro días encerrados en casa en una épica del sofá, en una poética de las hamburguesas congeladas, en una retórica de la siesta invencible y la bacinilla bien desinfectada, se me antoja insoportable. Los mismos aplausos a los sanitarios, sin duda, están motivados por un sincero agradecimiento, pero muchos de los que aplauden - eso exudan todos los comentarios y felicitaciones mutuas por las redes sociales - también se aplauden a sí mismos. "Voto a Dios que me espanta esta grandeza/y que diera un doblón por describilla". Aplauden esa fortaleza moral que les permite resistir cuatro días sin salir a la calle sin perder el juicio, ni asesinar a nadie, ni quemar los juguetes a sus hijos. Sumergidos en un shock cuya intensidad y duración todavía somos incapaces de intuir jugamos a ser múltiples personajes confortadores: el padre que fijatetú lava los platos y hace las camas, la madre superando todos los límites en el teletrabajo, los niños maravillosamente conscientes de la imperiosas necesidad del sacrificio. Es difícil encontrar una sola prueba de que no somos los mejores: ya nos lo repiten incesantemente los políticos del Gobierno y de la oposición. Lo que no cuentan es que los quince días se van a convertir en treinta y los treinta en cuarenta y cinco si todo va razonablemente bien o mal. Que muchos de los que aplauden se han quedado o se quedarán sin trabajo. Que si no se impulsan difíciles y complejos cambios políticos, económicos y jurídicos, los ingentes recursos financieros para sufragar la respiración asistida del sistema productivo serán deudas que volverán a pagar los mismos.

No puedo evitarlo. Soy partidario del laconismo: el auténtico lenguaje de los héroes. Cuenta Elías Canetti es un libro divertido, Londres bajo las bombas, como tras cada bombardeo alemán sobre su barrio el camarero del pub de la esquina barría cristales, arreglaba alguna silla y abría las puertas. Canetti se acercaba y el camarero, con una delgada línea de sangre resbalando aún por la frente, solo le hacía una pregunta:

-¿Qué va a ser?