"Pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas", escribe Camus en su célebre novela sobre una de las plagas que sufrió Orán. El sombrío panorama que retrata de la inacción de las autoridades ante el avance inicial de la enfermedad, los debates sanitarios en relación con lo que se debe o no hacer, el exilio en sus propias casas de la población, las especulaciones informativas suscitadas en torno al contagio, las historias verdaderas o falsas acerca del mal, o el imperio de la ley que provoca un demoledor aislamiento físico y moral, son algunas de las realidades que revivimos hoy con el coronavirus.

Sin embargo, a esta trágica coyuntura que arrastra toda pandemia -y que se reproduce en otra obra maestra del género, el Ensayo sobre la ceguera de Saramago-, debemos sumar hoy nuevas circunstancias, que a buen seguro serán examinadas al detalle cuando esta calamidad se haya superado, porque así sucederá.

Que una sociedad que trabaja en red y en la que las tecnologías digitales permiten continuar desarrollando infinidad de actividades profesionales cotidianas se pueda detener por razones de salud pública, por muy poderosas que estas sean, no resulta creíble. El ámbito judicial, por ejemplo, se ha paralizado incluso estando sometido por ley a esa digitalización forzosa, que muchos quebraderos de cabeza ha producido en los operadores jurídicos. Y lo propio cabe decir del funcionamiento de nuestras Administraciones. Que se limiten por imprescindibles motivos de salud aquellas gestiones judiciales o administrativas que demanden la presencia del interesado u otras personas ninguna relación guarda con bajar por completo la persiana de la Justicia y de la Administración, con lo que eso supone para una nación en términos sociales y económicos.

Y, en materia formativa, otro tanto cabría decir. Aunque no se trate de centros de enseñanza a distancia, nada impide que se continúen de forma remota con las tareas habituales, como han empezado provisionalmente a hacer ciertos colegios ante esta gran epidemia, para no interrumpir el proceso educativo, de complicada recuperación luego para los estudiantes.

De estas cosas tan elementales poco se cuenta en las repetidas órdenes que han venido aprobándose, tal vez porque no se ha previsto que tras una devastadora peste existe el riesgo de otra aún peor, la que conduzca a la total parálisis de un país, como se comienza a constatar ya con los datos del súbito desempleo generado por esta penosa situación.

Tanto la gripe de hace un siglo como esta grave infección de ahora nos han venido desde fuera, pero para saber resolverlas bien desde dentro. Contamos para ello con muchísimos más recursos y remedios que antes para hacerlo, entre otros la posibilidad de que la nación trate de seguir con su pulso habitual atenuando al máximo el severo impacto que algo como lo que padecemos puede producir en su tejido productivo y en sus ciudadanos.

La mayor urgencia, pues, pasa por congeniar esta crucial batalla frente al coronavirus con el necesario mantenimiento de la actividad en aquellos sectores que cuenten con capacidad para poder continuar con su quehacer subsidiario a través del teletrabajo, porque eso nos servirá para combatir la otra seria peste socioeconómica que nos amenaza y de la que quién sabe el tiempo que tardaremos en recuperarnos.