"Entra la luz y asciendo torpemente/ de los sueños al sueño compartido?". Hay días en los que ni Borges tiene razón. Incapaz de ascender para nada, llego a la vigila después de arrastrarme penosamente sobre varios malestares. Cuando por fin consigo abrir los ojos descubro al perro al lado de la cama, mirándome atentamente pero con cierta reserva, como si estuviera ante un animal extraño en un zoológico. Son las seis de la primera mañana después de la entrada en vigor del estado de alarma. No consigo dormirme. El chucho bosteza y se rasca el lomo. Me temo que no habrá más remedio que salir de la cama y comprobar si el mundo -a pesar del Gobierno- sigue ahí.

Al menos todos los gadets parecen funcionar todavía, tenemos luz eléctrica y no ha fallado el suministro del agua. Es este un apocalipsis en calcetines, comodón y silente. Me sirvo un café doble y abro el libro que reencontré al fin ayer en mi biblioteca, el Diario del año de la peste, de Daniel Defoe, la primera descripción europea de los efectos de una epidemia en una gran ciudad, Londres, aunque ese Londres puerco y oscuro apenas superaba los 300.000 habitantes. Es tan actual. "En aquellos días -1665- carecíamos de periódicos impresos para divulgar rumores o para embellecerlos por obra de la imaginación humana, como hoy se ve hacer". Entre el buen rumor y la mala literatura el periodismo siempre ofrece su verdad, en efecto. "Parece que el Gobierno estaba bien informado del asunto, y que se habían celebrado varias reuniones para estudias los medios de evitar la reaparición de la enfermedad, pero todo se mantuvo muy en secreto (?) hasta principios de diciembre de 1664, cuando dos hombres, franceses, según se dijo, murieron apestados en Long Acre". A partir de entonces el Gobierno de Su Majestad ofreció un boletín semanal de mortalidad. En un principio (los primeros tres meses) los enfermos era pocos y los muertos se contaron con los dedos de una mano. Luego todo creció fulminantemente, como escribió Defoe, o exponencialmente, como se dice hoy.

La peste que asoló Londres en esa ocasión - hubo otras epidemias antes y después - fue una hecatombe terrorífica. No solo no tenía cura, sino tampoco tratamiento, y resultaba mortal en más de un 90% de los casos, en ambos sexos, y entre niños, jóvenes y viejos sin distinciones. El único método expeditivo empleado por las autoridades consistía en la clausura de casas y edificios, con la gente dentro, por supuesto. Si se sospechaba que la peste había entrado en una casa, se mandaba un destacamento militar y desde el exterior se cerraban puertas y ventanas. Durante días los vecinos escuchaban los gritos y las lágrimas de los enclaustrados, hasta que la peste o el hambre hacían su trabajo. El 25% de los londinenses murieron. En toda Inglaterra los fallecidos por la peste bubónica oscilaron, según los cálculos que se consulten, entre los 70.000 y 100.000.

A los que tenemos perros en casa se nos ha permitido sacarlos a pasear, y es lo que hice a media mañana, con hastío personal pero gran entusiasmo del bicho. El centro de Santa Cruz estaba casi vacío, pero era domingo, y los domingos esta vieja y artera ciudad elige la catatonia como praxis social. Habrá que verla hoy lunes, pero intuyo que el chicharrero promedio está entusiasmado en quedarse en calzoncillos en casa: los carnavales quedaron atrás y aún falta meses para el verano. En lo que a nosotros respecta has elegido malas fechas, coronavirus. Te vamos a aplastar, o-é, o-é.