Para los políticos españoles parece que el coronavirus hubiera surgido de repente esta semana. También para una gran parte de la sociedad. Hasta hace bien poco estábamos hablando del "procés", de las manifestaciones del 8-M o de si los hijos pertenecen a los padres o al Estado -da la impresión de que en realidad pertenecen a los abuelos, que cargan con ellos ante el cierre de los colegios-. Incluso de carnavales, fuegos y calimas. Qué sepultados quedan estos asuntos, casi un lejano recuerdo. Pero la infección ya pululaba por ahí desde enero, avanzando de forma exponencial, como quedó demostrado en Canarias, una de las regiones españolas más abiertas a Europa y al mundo. Pero casi nadie ayudó y actuó para colocarse a nuestro lado. Esto acabará superándose, no alberguen ninguna duda. Ojalá entonces no tengamos que lamentar que los efectos fueron mayores por la parsimonia y la frivolidad para hacer lo que había que hacer.

No hay que combatir el miedo, hay que combatir el virus. El miedo no llena la UCI y es una de las más naturales reacciones humanas, imprescindible para sobrevivir como especie. Una emoción útil que nos protege y nos aparta de algo antes de que nos dañe. Resulta normal que el Covid-19 provoque miedo. No hay razón para entrar en pánico porque vamos a superarlo, aunque las drásticas y excepcionales medidas a las que desde hoy estamos sometidos nos asusten.

El presidente del Gobierno llevaba días proclamando que haría lo que fuera necesario, donde fuera y cuando fuera. Al fin, tarde y mal decidió tomar el mando. ¿Pero cómo un microbio que traspasa el planeta se iba a erradicar con cada autonomía haciendo la guerra por su cuenta? ¿Cómo no va a galopar si para ponerle coto hay que esperar a que dieciocho administraciones y miles de ayuntamientos se pongan de acuerdo? Ahí está el ejemplo italiano, el camino que ahora toca recorrer en España.

No es tiempo de críticas, tendrán su momento, es tiempo de acabar con la pesadilla. Solo sabemos a ciencia cierta del bacilo que se difunde a una velocidad asombrosa. El objetivo fundamental ya no consiste, por desgracia, en evitar que se expanda, sino en que lo efectúe lentamente. Pedro Sánchez reconoce que la próxima semana habrá 10.000 infectados, y puede quedarse corto. Una menor cadencia de los casos graves dará un respiro a los hospitales. Contamos con una sanidad de lujo, pero no puede atender a la vez a miles y miles de afectados.

Esta crisis debe hacernos recapacitar y recuperar en el comportamiento colectivo e individual, el sentido de cualidades como la humildad y la responsabilidad. Somos tremendamente vulnerables. Lo construido durante generaciones puede desmoronarse en un fugaz instante. Humildad significa, en lo público y en lo privado, olvidar la suficiencia y primar la generosidad, la unidad y la sensatez. Velar, en definitiva, por las conquistas sociales y el bienestar, porque igual que vienen, desaparecen. El narcisismo y la ambición de los políticos, solo preocupados de cimentar ideológicamente sus votos, les hizo poner en riesgo la salud de millones de compatriotas, no solo despreciando una emergencia en ciernes, sino acelerando sus consecuencias. Esa fue su tremenda irresponsabilidad.

La sociedad actuó igualmente con inconsciencia. Dudando de lo que veía. Los mensajes para extremar la higiene y reducir la actividad social fueron acogidos con escepticismo. El cierre de centros educativos, como unas vacaciones para divertirse o para una escapada, qué estupidez en la generación mejor formada de la historia. Todos tenemos la misión de atender estrictamente a las recomendaciones.

Una cosa fundamental evidencia también la pandemia: la información de excelencia, clara, precisa, fiable y rigurosa, la proporcionan los medios de comunicación profesionales, un pilar de la comunidad, la voz plural y crítica frente a las arbitrariedades, y no las redes sociales, campo abonado para miles de bulos y manipulaciones o para sesgar con anteojeras el debate. Solo la incidencia de lo que circula por internet explica obsesiones irracionales e infundadas como la del acaparamiento de productos de primera necesidad. En ninguno de los países afectados hubo desabastecimiento y hasta los millones de recluidos salen por turnos a efectuar la compra.

El daño económico suma cifras desorbitantes. El parón desarbola una producción que ya sangraba por otras heridas. En vez de acometer reformas y de solidificar el erario desde la última crisis, la deuda y las prebendas asfixian los presupuestos. El coste será tremendo, aunque carece de sentido en estos instantes mortificarse. La verdadera prioridad es médica y consiste en que Canarias y España, salgan rápido de ésta y con los menores rasguños. Solo el personal sanitario con su entrega sigue estando a la altura. Para ellos nuestro reconocimiento. Apoyo sin fisura ante las terribles horas que afrontan como sanadores de los enfermos y como víctimas de la primera línea de combate. Qué importancia adquiere preservar la sanidad de los recortes.

Puestos a encontrar un resquicio, miremos la hecatombe como una oportunidad para fortalecernos y para promocionar valores como la solidaridad, el compromiso, el respeto y el civismo. En la situación más extrema posible de esta fase, el drama va a reducirse a una reclusión en los hogares. No es tan incómodo, ni desagradable. Bendita normalidad. Vamos a conseguirlo.